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Elideth Abreu

La poesía es un lenguaje consciente de sí mismo

La poesía no imita. No traduce. No nombra por obediencia. La poesía se sabe: es una lengua que se reconoce al hablarse, una conciencia que se pliega sobre sí misma como un río que se contempla en su propio cauce. Habla no para decir, sino para ser dicha. Es palabra que respira, que se escucha a sí misma con oídos de alma y no de carne. Y en ese acto de saberse, se torna fuego que piensa, llama que intuye su forma.

No es sombra del mundo: es su molde secreto. No canta para el mundo: canta porque arde. Y su ardor no es grito, sino ritmo: latido que recuerda al universo su música anterior al tiempo.

La poesía, cuando calla, no desaparece. Se espesa. Se recoge en sí como el pensamiento antes de hacerse verbo. Vive en cada pausa, en cada pliegue, como un espejo que, aun vacío, conserva la posibilidad del reflejo. Es columna y humo, piedra y perfume, templo y grieta: dual en su esencia, pero indivisible en su destino.

Ella no pregunta qué es el mundo, sino quién lo nombra. No dice “esto es bello”, sino “yo soy lo que nombra lo bello”. No espera ser comprendida: espera ser respirada. Porque la poesía no busca sentido: lo crea.

Y al final, cuando el silencio retorna, no queda el verso, ni el ritmo, ni el vocablo. Queda la herida sagrada que dejó en quien la oyó. Queda el alma un poco más despierta. Y eso basta.

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