Relatos cortos
Era un verano de calor inmóvil. Las chicharras cantaban con el sol clavado en lo alto, y el polvo de los caminos se quedaba suspendido en el aire, como si también sintiera el peso de la siesta.
En la casa de las glicinas, sentada en el banco del patio, Clara miraba el río. Todos los días a la misma hora, con la misma quietud. Los vecinos ya no se preguntaban por qué. “Es su costumbre”, decían. Y es que en los pueblos la rutina se respeta como si fuera un mandato divino.
El río avanzaba con su perezoso rumor, arrastrando hojas, ramas, a veces alguna botella olvidada. Clara fijaba la vista en el agua y, a veces, parecía que sonreía. Pero nadie se atrevía a preguntarle en qué pensaba.
Algunos decían que esperaba a alguien. Otros, que recordaba.
En el pueblo se contaba la historia de un muchacho que una vez le prometió volver, un pescador de manos fuertes y ojos oscuros que se perdió en el tiempo. Lo vieron marcharse una tarde de marzo, con la camisa arremangada y un gesto de prisa. Dijo que iría a Buenos Aires, que haría fortuna, que luego vendría por ella.
Nunca volvió.
Pero Clara seguía allí, con el vestido blanco ligeramente ajado y las manos cruzadas sobre el regazo, viendo el río pasar como si esperara que una mañana le trajera una respuesta.
Los años se acomodaron en su rostro como la luz en los atardeceres. Y el río, indiferente, seguía su camino, ajeno a las historias de los que lo miraban con la esperanza de que el agua devolviera lo que una vez se llevó.