Brasa viva en la espesura,
un latido en los aleros,
viajan solos o en senderos
sin temor a la ventura.
Van pintando su figura
bajo el sol que los abriga,
y su vuelo se prodiga
con la brisa entre los pinos,
donde estallan los caminos
en un sueño que los siga.
Sobre el alba rumorosa
dan su cántico encendido,
y en el aire estremecido
va su danza luminosa.
Cada ráfaga impetuosa
les responde con su viento,
son la llama y el aliento
de la tierra en su latido,
un refugio prometido
donde mora el movimiento.
Si la tarde los recoge
con su sombra oscurecida,
no se quejan de la herida
que el relámpago les forje.
Vuelan alto y, si se moja
su plumaje de alegría,
siguen siendo melodía
que en la lluvia se desata,
cual luciérnaga que trata
de encender su travesía.
Gorriones de luz ardiente,
pequeños duendes del suelo,
van abriendo con su anhelo
el umbral de lo viviente.
Con su trino transparente
rompen nubes y espesuras,
y aunque el mundo les murmura
los embates de la suerte,
ellos saben que la muerte
es un vuelo sin alturas.