El rostro veo de mi amada esposa,
Tan serena, pacífica y piadosa,
Yaciendo en su lecho de eterno sueño,
Libre ya de toda mundana cosa.
Sus dulces rasgos, antes rebosantes
De vida y fuerza, ahora están menguantes,
Mas su belleza, aún en la blanca muerte,
Cautiva mi corazón cual antes, vibrante.
Oh, tú, a quien amé con pasión ardiente,
Ahora descansas en reposo eterno;
Aunque tu cuerpo duerma, tu alma, fulgente,
Mora con Dios, en su reino superno.
Pronto, mi amada, nos hallaremos de nuevo,
En la gloria celestial, nuestro eterno reto.