Jaime Sabina, degenerado,
mujeriego, de verbo hiriente,
con cierto aire desgarbado
y una sonrisa indecente.
Anda arrastrando su esqueleto
por las entrañas de Madrid,
buscando en bares de Malasaña
algo que aún le haga sentir.
El humo denso de los bares,
el whisky corto y el café,
las madrugadas sin relojes
y el alba rota en un andén.