Matilde había heredado de su madre un viejo teléfono de disco, de esos que ya nadie usa. Era negro, pesado, y cada número giraba con un chasquido seco, como si arrastrara consigo los ecos de conversaciones olvidadas. A Matilde le gustaba imaginar que ese aparato guardaba secretos del pasado, fragmentos de voces que alguna vez cruzaron sus cables. Lo mantenía en su sala, más como un adorno que como algo útil.
Una noche, cuando la lluvia golpeaba con furia las ventanas, el teléfono sonó. Matilde, sorprendida, dejó el libro que leía. Nadie llamaba a ese aparato, ni siquiera lo había conectado a ninguna línea. Dudó unos segundos, pero finalmente descolgó el auricular.
—¿Hola?—dijo con voz temblorosa.
Al otro lado, sólo se escuchaba un zumbido leve, como si alguien respirara a través del tiempo. No había palabras, pero la sensación era extrañamente familiar, como un sueño que se recuerda en fragmentos. Matilde sintió que conocía esa presencia, aunque no sabía de dónde.
—¿Quién eres?—preguntó, sin obtener respuesta.
Poco a poco, el silencio del otro lado se fue llenando de un murmullo sutil, como si voces distantes intentaran comunicarse. Matilde cerró los ojos y, por un instante, creyó escuchar la voz de su madre, suave y cálida, diciendo su nombre como lo hacía cuando era niña.
—Matilde... no olvides...—parecía susurrar, pero el resto se perdió entre el zumbido.
Sintió un nudo en la garganta, pero antes de que pudiera decir algo más, la línea se cortó. El teléfono quedó mudo, pesado en su mano, como si nunca hubiera sonado.
Matilde dejó el auricular en su sitio, sintiendo una mezcla de nostalgia y alivio. Sabía que no volvería a escuchar esa voz, pero también supo que, de algún modo, el mensaje había llegado. A veces, el pasado nos llama en susurros, no para darnos respuestas, sino para recordarnos que hay cosas que nunca se terminan de ir.