La noche, un susurro de magia y de promesa,
se vistió de estrellas que tiemblan al mirar.
Tres sombras lejanas, cargadas de grandeza,
trajeron al mundo un fulgor singular.
El niño despierta, sus ojos son dos fuegos,
las manos temblorosas, su risa un manantial.
Un sueño de madera o un tren de mundos nuevos,
la dádiva perfecta, el júbilo total.
No importa si el juguete es humilde o dorado,
ni el oro que trajeron los Reyes al portal;
es la chispa en sus ojos lo que es inmaculado.
El niño se olvida del frío matinal,
y en su mundo pequeño, tan puro, iluminado,
renace la esperanza del mundo celestial.