He aprendido que la desesperación no tiene límites,
que es un pozo sin fondo,
un abismo que ríe con dientes de sombra.
Como un eco que nunca se apaga,
se estira,
se enreda en la garganta
y perfora las costillas.
La desesperación sabe tu nombre
y lo susurra con voz de aguja.
Es la aguja misma,
delgada como una promesa rota,
que entra en la carne
y siembra un instante de falsa luz.
He visto a los hombres doblarse,
deshacerse en las grietas de su voluntad,
masticar el aire como si fuera opio
y abrazar la niebla
como si fuera una madre perdida.
La desesperación se convierte en hábito,
en la rutina de buscar el próximo alivio,
en el llanto sin lágrimas
que se arrastra por los callejones.
No hay final en esta caída,
ni siquiera cuando los huesos descansan.
Porque he aprendido,
que la desesperación no tiene límites,
como sucede con aquellos
que buscan la heroína
en lugar de un amanecer.