Había en el pueblo una vieja estatua de piedra, erosionada por los años y las lluvias, a la que todos veneraban en silencio. Nadie sabía quién la había tallado ni cuándo llegó allí, pero su presencia era incuestionable. Se decía que protegía las cosechas, traía lluvias en tiempos de sequía y apartaba las desgracias. Nadie osaba desafiar su influencia; la estatua, decían, era la voluntad de lo divino, petrificada en su eterna calma.
Cada año, durante la fiesta del pueblo, se organizaba una ceremonia para rendir homenaje al ídolo. La gente le dejaba ofrendas: frutas, panes, flores, y alguno que otro animal, porque era sabido que el ídolo pedía sacrificios, aunque nunca lo expresara. Era un acuerdo tácito: mientras las ofrendas se mantuvieran, la paz reinaría.
Un día, el cielo permaneció seco más tiempo de lo debido. Las cosechas comenzaron a marchitarse, y las miradas de los campesinos se llenaron de miedo. “El ídolo está enojado”, susurraban entre ellos. La gente aumentó las ofrendas, dejando lo poco que quedaba, pero la lluvia no llegaba. Las miradas se volvieron más oscuras, y la calma comenzó a desmoronarse.
Entonces, alguien propuso lo impensable: “Tal vez la estatua ya no sirve. Tal vez debemos romperla.” Fue como si el aire se espesara de golpe. Nadie quería ser el primero en aceptar la idea, pero todos sabían que algo debía hacerse. Así, una noche sin luna, un grupo de hombres se reunió en la plaza, llevando herramientas oxidadas y linternas tímidas.
Golpearon la piedra con furia contenida, esperando que, al destruirla, liberaran algún tipo de respuesta, una señal que devolviera el orden perdido. Pero lo único que encontraron fue polvo y fragmentos vacíos. Cuando la estatua cayó, no hubo lluvia, ni trueno, ni milagro. Solo silencio.
Al día siguiente, el pueblo despertó sin su ídolo. La plaza se sentía más amplia, pero también más desnuda, como si algo esencial hubiera desaparecido. Las lluvias llegaron tiempo después, sin aviso, cuando ya nadie las esperaba. Y aunque la tierra volvió a florecer, la sombra de la estatua ausente permaneció.
Desde entonces, los habitantes aprendieron una lección amarga: no era el ídolo quien los mantenía unidos, sino su miedo a perderlo. Ahora vivían sin certezas, sabiendo que las respuestas nunca llegan de donde se esperan. Y en cada tormenta, cada sol abrasador, parecía resonar la misma pregunta sin respuesta: ¿Quién protege a quienes ya no tienen a quién venerar?