Hay una luz que espera,
paciente en la hondura del tiempo,
como una semilla dormida
bajo la piel del mundo.
No es el fulgor altivo del relámpago,
ni la llamarada que devora la noche,
sino un resplandor callado,
un temblor que se enreda
en la memoria de las cosas.
Busca encenderse en el tacto de las palabras,
en la fragilidad de un gesto,
en la hendidura imperceptible
que deja el amor en las cosas gastadas:
un libro abierto,
una carta sin destino,
el murmullo de unas manos que esperan.
Se enciende donde el tiempo se inclina,
donde la vida se vuelve susurro,
y la mirada encuentra en lo diminuto
una promesa,
un eco,
un hogar.
Porque la luz no siempre llega
como un sol impetuoso,
a veces apenas es un roce,
una brizna,
una espera infinita
que, al final, nos salva.