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Elideth Abreu

El despertar del deseo

 
 
I. El soplo de la brisa
 
Era el viento una madre acariciante,
rozando con sus dedos de algodón
mi rostro, mi cabello y mi canción,
un canto adolescente y delirante.
 
Subía la montaña, anhelante,
en busca de la vida en su fulgor,
sin ver que se encendía en mi interior
una llama escondida y expectante.
 
El agua era un misterio en su descanso,
lejano el manantial, dulce el engaño
de un juego donde el alma se entreteje.
 
Pero la sed crecía con el paso,
y todo mi universo, en desengaño,
buscaba la frescura que anhele.
 
 
 
II. La boca de la piedra
 
De la curva surgió la revelada
visión del manantial entre la roca,
y fui corriendo, loco, sed en boca,
hasta besar la fuente anhelada.
 
¡Oh, asombro súbito en la piel clavada!
No era el agua quien daba su derroche,
era una estatua, pálida en la noche,
con labios de silencio y de mirada.
 
Y al verla, con el pecho estremecido,
supe que un sorbo más me transformaba,
que en su piedra la vida palpitaba.
 
¡Oh, beso sin amor, pero encendido,
que en su helor me quemó desconocido
y en la carne inocente despertaba!
 
 
 
III. El temblor en la sangre
 
No fue el frío del agua en mi garganta,
fue la fiebre en la piel lo que temblaba,
algo nuevo en mi ser que se encendía
como un relámpago de luna blanca.
 
Todo el mundo giró, y yo con él,
como un hilo tirado por el aire,
presa de un sortilegio inevitable,
con el pulso rugiendo en su tropel.
 
¿Era la piedra quien me había besado?
¿O fui yo quien, buscando su frescura,
descubrió en su dureza la ternura?
 
A un abismo de sombra me arrojó
el fuego inesperado de su boca,
y el deseo, en mi pecho, despertó.
 
 
 
IV. El vértigo del hombre
 
Quise huir y quedarme, retroceder,
perderme en la estampida de las risas,
pero el mundo giraba en cicatrices
y mi pecho latía por nacer.
 
Era otro, y apenas lo entendía,
un ser que no era niño ni muchacho,
sino un cuerpo distinto, un nuevo trazo
que en su propia piel se descubriría.
 
El agua era la excusa, era el destino,
mas su beso de mármol fue el sendero
que torció la inocencia de mi sino.
 
Y así quedé, erguido y prisionero,
atado a mi latido repentino,
con miedo, con orgullo, y con anhelo.
 
 
 
V. La fuente y el umbral
 
Se había hecho de noche en mi mirada,
aunque el sol refulgiera en la montaña;
sentí en mi boca el eco de la estatua,
el hielo de su risa desatada.
 
No era un niño. No era un hombre aún.
Era alguien que acaba de cruzar
una puerta invisible en su andar,
sin vuelta atrás, sin rastro y sin razón.
 
El mundo me pesaba y era nuevo,
la vida, un agua oculta en su verdad,
y el tiempo, un lento río sin sosiego.
 
Y yo, que fui a saciar mi sed sin más,
bebí de un manantial de sombra y fuego,
y nunca tuve tanta sed jamás.

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