Cerca del fuego, aquella noche,
cuando el silencio tembló en la brisa,
vimos surgir de entre la sombra
una figura de ébano puro.
No había negro más profundo,
ni sombra que lo devorara,
era la noche hecha latido,
un eco oscuro sin fronteras.
Su piel, un cielo sin estrellas,
su crin, un río de tinieblas,
sus ojos, pozos sin reflejos,
dos puertas negras sin salida.
No avanzó, no retrocedió,
como si el tiempo lo olvidara,
como si siempre hubiese estado
esperando allí, en nuestra hoguera.
Pero el viento le habló despacio,
las brasas rojas titubearon,
y un crujir sordo en la maleza
nos reveló su eterno dueño.
Sin luz, sin voz, sin advertencia,
se desvaneció con el alba,
dejando solo la certeza
de que la sombra nos vigila.
——
A la orilla del fuego
La noche bajó con pasos callados,
y el cielo no pudo volverse sombra.
Cerca del fuego, temblando en la brisa,
vimos al caballo de negro puro.
Nada era más oscuro que su piel,
ni el fondo del pozo, ni el bosque muerto.
Desde sus crines hasta su cola,
todo en él era sombra sin reflejo.
Pero en su lomo desnudo y quieto,
un negro más hondo marcaba un signo.
Se quedó inmóvil, como una estatua,
como si el tiempo no lo tocara.
No proyectaba sombra en la hierba,
su negrura devoraba la noche.
Era la ausencia de toda luz,
el hueco en el pecho de un moribundo,
el abismo donde mueren las voces.
Lo negro habita dentro de nosotros.
Y, sin embargo, ¡sus ojos ardían!
Dos brasas negras en su mirada.
Ni un solo paso dio hacia nosotros,
pero su sombra flotó en el aire.
No había contorno, solo vacío,
solo el brillo azabache en sus ojos,
la nada viva, la sombra en sí misma.
¿Por qué se quedó junto a la hoguera?
¿Por qué la noche crujió en los árboles?
¿Por qué su aliento enfrió el silencio?
¿Por qué sus ojos rompieron el alba?
Alguien buscaba entre nuestras almas.