El amor es un animal salvaje,
una bestia silenciosa que se esconde en las entrañas,
con garras invisibles y un aliento que arde.
Se desliza por la piel como un río subterráneo,
un rumor que nace en los huesos
y estalla en los labios como una fiebre.
El amor se aferra al cuerpo
como espinas a la carne,
como un tatuaje que sangra
bajo el peso de los años.
Es un insecto atrapado en la mente,
sus alas baten siempre al borde de la locura.
Es un grito sin voz,
una tempestad que apenas toca la tierra,
un incendio que se consume a sí mismo.
A veces es herida,
a veces cura,
y muchas veces las dos al mismo tiempo.
El amor no pide permiso:
entra, toma, desordena,
derriba las paredes más secretas.
Se instala en las venas
como un veneno dulce,
un parásito que transforma al huésped en sí mismo.
No sabe de lógica ni tregua,
es ave nocturna y fuego a mediodía.
No entiende el olvido,
porque se queda aún después de haberse ido,
como la cicatriz de una batalla que nunca ganó nadie.
El amor no es promesa ni destino,
es el borde del abismo
donde danzan la entrega y la pérdida.
No se sabe si es castigo o bendición,
pero a pesar de todo
—o quizá por eso mismo—
le seguimos abriendo la puerta.