En las manos que sostienen,
en los ojos que comprenden,
en la voz que rompe el miedo
y en el eco que no muere.
Queda en gestos cotidianos,
en el paso acompasado,
en el grito compartido
y en el lazo entrelazado.
No es un nombre, no es un mito,
ni un susurro en la pared;
es un pacto, un compromiso,
es un “juntas, siempre en pie”.
¿Dónde queda la sororidad?
Donde una dice “te creo”,
donde una extiende la mano
y otra responde: “aquí estoy”.