Entre lienzos y dialécticas,
cuando la luz ya no es promesa
y la sombra deja su huella,
Hegel murmura a Manet:
“La belleza ha muerto,
su esencia es ahora
un reflejo tardío
en el pliegue de lo real.”
El pintor, pincel en mano,
responde con un trazo audaz:
“Si la belleza es solo idea,
yo la rompo en mil fragmentos,
pongo en duda su contorno
y la arrojo al claroscuro
de este tiempo que nos mira.”
Los colores ya no sueñan,
las formas se desnudan solas;
Olympia no sonríe,
mira con desafío,
como si el mundo entero
fuera un instante suspendido
en la dialéctica del deseo.
“La verdad—susurra Hegel—
no es solo lo que ves,
es el proceso que late
tras el velo del instante.”
Manet, con gesto impaciente,
añade una pincelada de luz,
y responde sin palabras:
“Entonces, la belleza
es solo un eco perdido
en el ojo que observa.”
Así dialogan el pincel y la razón,
en un juego sin final,
donde la historia avanza
después de la belleza,
buscando en el arte
la verdad que nunca calla.