Los hijos florecen; hay que amarlos con esa certeza,
hay que sembrarlos con esa esperanza,
hay que criarlos con esa verdad.
No es que se vayan,
es que la vida los llama,
como el sol llama al día,
como el río busca su mar.
Ya no eres su único refugio,
eres el eco de su infancia,
el puerto donde aprendieron a zarpar.
No ordenas, inspiras.
No retienes, liberas.
No sujetas, confías.
No impones, abrazas.
Ya encontraron su camino y quieren explorarlo,
ya aprendieron a andar y quieren correr,
ya les crecieron las alas y quieren probar el cielo,
y aunque se alejen, su esencia siempre será tuya.
Tú quedas en su piel,
en el aroma de su niñez,
en los valores que sembraste,
en la voz de su conciencia.
Tú quedas en sus risas,
en cada vez que pronuncien “mamá” o “papá”,
en la nostalgia de un recuerdo,
en la caricia de un abrazo que el tiempo nunca borra.
Déjalos volar sin miedo,
pues las aves siempre saben regresar
al árbol donde aprendieron a volar.