Anoche soñé que regresaba
a la casa donde nunca estuve,
que mi madre abría la puerta
con los ojos hundidos en su propio invierno
y que el pasillo olía a perro mojado,
a fritanga, a velas apagadas.
Había un plato sobre la mesa
con mi nombre escrito en ceniza,
una silla vacía donde alguna vez
me senté a escuchar el silencio.
Pero no había nadie,
solo el zumbido de la lámpara
y la lluvia golpeando las láminas del techo
como si alguien, del otro lado del mundo,
llamara a la puerta con los nudillos gastados.
Pensé en tocar,
en decir: he vuelto,
pero en mi boca solo había polvo
y un relámpago atravesando la lengua.
Los perros ladraban en la calle,
sus sombras corrían sobre los charcos
como si buscaran a alguien
que jamás aprenderá el camino de regreso.