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ElidethAbreu

Buenos pilotos también tienen terribles aterrizajes

En la vastedad del cielo,
con manos firmes y mirada al vuelo,
los buenos pilotos saben soñar,
pero hasta ellos pueden fallar al aterrizar.

No es la falta de destreza o razón,
ni ausencia de cálculo o precisión;
es que la vida, como el viento errante,
a veces desarma al más vigilante.

Hay turbulencias que no se prevén,
y tormentas que al radar no se ven.
Pero en cada error, en cada caída,
el piloto crece y rehace su vida.

Porque el arte de volar no está en la perfección,
sino en levantarse con el mismo corazón.
Un mal aterrizaje no define su valía,
solo es parte del viaje, parte de la travesía.

Durante doce años había navegado los cielos, llevando consigo la responsabilidad de cientos de vidas. Pero aquel vuelo no era uno más; entre los 238 pasajeros, viajaba su madre, su ancla y su origen. Quiso honrarla como nunca antes, asignándole el asiento más cómodo en primera clase y dedicándole palabras desde la cabina que resonaron por todo el fuselaje. La aeronave despegó suavemente, el cielo despejado parecía prometer un viaje impecable, como tantos que había comandado.

El vuelo transcurrió perfecto, sin sobresaltos, como un canto al dominio que había perfeccionado. Al acercarse al aterrizaje, sabía que su madre estaría observando, quizás con una mezcla de orgullo y ternura. Pero en los últimos tres segundos, el aire cambió. Una corriente impredecible golpeó el avión, y aunque trató de corregirlo, su reacción llegó tarde. La aeronave tocó tierra con un impacto seco y violento, sacudiendo a los pasajeros. El silencio incómodo que siguió fue peor que cualquier grito.

Mientras los pasajeros descendían, él se quedó junto a las asistentes de vuelo, con el rostro encendido de vergüenza. Su madre fue la última en salir. Caminaba despacio, con esa calma que siempre parecía saber contener el mundo. Al llegar a su hijo, no hubo reproche ni decepción en su mirada, solo la sabiduría de alguien que había visto mucho más que aterrizajes torpes en la vida.

Se acercó, puso su mano en su hombro y le dio unas palmadas firmes, como si quisiera recordarle que el peso que sentía en ese momento no era insuperable.

—Los buenos pilotos a veces tienen terribles aterrizajes—dijo con voz tranquila, una que parecía contener todos los cielos.

En esas palabras encontró algo más grande que el error: encontró redención. De repente, el aterrizaje ya no era un desastre, sino una lección. El futuro que temía perder volvió a desplegarse ante él, amplio y despejado, como un horizonte después de la tormenta. Y en el reflejo de su madre, supo que su destino no se medía por un aterrizaje fallido, sino por su capacidad de seguir volando.

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