Hundo mi mano en la tierra,
profunda, hasta dos metros.
Los dedos se empapan,
se alargan,
y alegran el ir y venir de los hormigueros.
Permanezco quieto,
silencioso,
como si el tiempo se detuviera en el instante.
Y entonces, lentamente,
me transformo
en un árbol.
Mis raíces se extienden bajo el suelo,
mi tronco crece hacia el cielo,
mis hojas susurran canciones antiguas
al viento que pasa,
al tiempo que no termina.
Ahora soy la tierra,
su abrazo cálido y profundo,
su aliento vital.
Ya no soy humano:
soy parte de lo eterno.