Te escribo desde el abismo de un silencio,
desde un rincón donde la palabra tiembla
y el alma se desgarra en su propia prisión.
No busco redención ni clemencia,
solo quiero que esta hoja lleve mi voz
donde jamás llegaron mis actos.
Nunca supiste cuánto ardía mi existencia,
cuánto grité en secreto tu nombre,
ni cómo tus pasos, indiferentes,
marcaron el ritmo de mi desvelo.
Te amé sin audacia,
con ese amor cobarde que se calla
y observa desde la sombra,
soñando con ser algo más que un espectador.
Te seguí en el laberinto de tu vida,
siempre un paso atrás,
sin atreverme a cruzar la línea
que separaba mi anhelo de tu mundo.
Fui testigo de tus risas,
de tus días que no me pertenecían,
y cada instante que no era mío
se volvía un puñal invisible en mi pecho.
Hoy, al escribirte, me atrevo por fin
a quebrar este muro que yo mismo levanté.
No para pedirte nada, no para cambiar nada.
Sé que estas palabras llegarán tarde,
como un barco que naufraga
antes de avistar el puerto.
Pero necesitaba que lo supieras,
que alguien en este mundo
vivió y murió por ti, en silencio,
sin que nunca notaras su existencia.
Te dejo esta carta,
mi última confesión,
no para ser recordado,
sino para liberar este peso
que durante años me hundió.
Adiós,
a ti, que nunca sabrás
quién fui.