Padre y maestro mágico, liróforo celeste
Que al instrumento olímpico y a la siringa agreste
Diste tu acento encantador;
Panida! Pan tú mismo, que coros condujiste
Hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste,
Al son del sistro y del tambor!
Que tu sepulcro cubra de flores Primavera,
Que se humedezca el áspero hocico de la fiera,
De amor si pasa por allí;
Que el fúnebre recinto visite Pan bicorne;
Que de sangrientas rosas el fresco Abril te adorne
Y de claveles de rubí.
Que si posarse quiere sobre la tumba el cuervo,
Ahuyenten la negrura del pájaro protervo,
El dulce canto de cristal
Que Filomena vierta sobre tus tristes huesos,
O la harmonía dulce de risas y de besos,
De culto oculto y florestal.
Que púberes canéforas te ofrenden el acanto,
Que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto,
Sino rocío, vino, miel:
Que el pámpano allí brote, las flores de Citeres,
Y que se escuchen vagos suspiros de mujeres
Bajo un simbólico laurel!
Que si un pastor su pífano bajo el frescor del haya,
En amorosos días, como en Virgilio, ensaya,
Tu nombre ponga en la canción;
Y que la virgen náyade, cuando ese nombre escuche,
Con ansias y temores entre las linfas luche,
Llena de miedo y de pasión.
De noche, en la montaña, en la negra montaña
De las Visiones, pase gigante sombra extraña,
Sombra de un Sátiro espectral;
Que ella al centauro adusto con su grandeza asuste;
De una extra-humana flauta la melodía ajuste
A la harmonía sideral.
Y huya el tropel equino por la montaña vasta;
Tu rostro de ultratumba bañe la luna casta
De compasiva y blanca luz;
Y el Sátiro contemple sobre un lejano monte
Una cruz que se eleve cubriendo el horizonte
Y un resplandor sobre la cruz!