Dámaso Alonso

Una excursión

Color. El auto
 
por las siete revueltas de Valsaín se hundía
en sombra y tiempo virginal. Rosas, las cumbres
donde el sol de soslayo rozaba nieve intacta.
También de entre los canchos agironada nieve,
azulenca, bajaba hasta los mismos bordes
de la gran copa umbría: pinares aún con sueño.
Tres camaradas éramos: la mocedad, su ímpetu,
la mañana de marzo, el aire de la nieve,
ponían religión, eternidad o gloria
al instante. Diáfano cristal nos condensaba
tiempo en haces, vivir: hondos minutos
con plenitud de años.
 
No mirábamos:
 
eran zarpazos victoriosos en maduro paisaje,
la gran peña violácea sobre arrebol y nieve,
la temprana flor pobre de la cuneta en sombra,
el borriquillo cárdeno del leñador.
 
Qué gozo:
 
tres aguiluchos éramos devorando matices,
mientras el automóvil se hundía en sombra diáfana.
Gritábamos: «¡Huy, mira! ¡Mira, mira!» El más joven
(¡Señor, aún casi un niño!) me señalaba al cielo.
Miré: serena un águila, toda su envergadura
desplegada en el viento, reina de peñascales
bañándose de azul y sol.
 
¡Freno! Un zig—zag
 
horrible, cuando el mundo borrosamente gira
con vueltas, vueltas, vueltas:
 
¡Ah! Desfondado mundo
entre astillas o sombras profundas.
Nada. ¿Nada
o Dios?
Sombras y nada. Nada: sombras.
 
... Las sombras
 
se rasgaban... Volutas de luz, ahora nacida,
aún sin sentido, aún... Dolor. Penosamente
me puse en pie, y el mundo y un compañero absorto
que me miraba, se me revelaron. Nacían
otra vez luz, colores, perspectivas: mi hermosa
realidad exterior.
De tres, sólo el más joven
faltaba.
 
En un barranco, sobre un manchón de nieve,
pronto le vimos: quieto, suavemente dormía
niño pequeño sobre blanca almohada de pluma,
acurrucado, un brazo bajo la frente.
 
¡Pronto!
 
Bajamos despeñándonos, gritándole, llamándole.
Ah, ya se incorporaba, nos miraba de hito
en hito: con los ojos serenos, dilatados,
enormes.
 
Mas, de súbito, ambas manos se lleva
a los ojos, palpándolos. Los frota, los aprieta
cual si quisiera hundirlos en sus cuencas. Nos grita:
«¡No puedo ver, no puedo veros! ¡No veo nada!
¡Dios mío, que no veo, que no veo nada!»
 
Gritos
 
que retumban en roca.
Miré al cielo: aún el águila
en sol, en dicha: «¡No puedo ver: que no veo!»
¡Señor, casi era un niño! Ya pozo para siempre,
pozo en tiniebla, siempre.
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