El poeta muerto

Réquiem para un Dios Asesinado

 
No fui yo quien apagó su voz,
no fui yo quien arrancó su nombre de los labios de los siglos.
Yo no lo invoqué, ni le encendí cirios,
ni lo busqué en las ruinas de los templos.
 
Fueron ustedes.
 
Ustedes, que alzaban cruces como estandartes,
pero traficaban con la fe en los mercados.
Ustedes, que juraban fidelidad en altares dorados,
pero vendían su sangre por treinta monedas cada día.
Ustedes, que predicaban humildad con lengua de hierro,
pero engordaban con diezmos de hambrientos.
 
Y cuando su sombra les resultó incómoda,
cuando su ley estorbó sus deseos,
cuando su mirada quemó sus conciencias,
lo expulsaron de sus corazones
como a un mendigo apestoso.
 
Dios ha muerto.
 
No lo mataron los herejes ni los ateos,
no lo mató la ciencia,
ni la razón,
ni la duda.
Lo mataron sus propios sacerdotes,
sus fieles,
sus profetas.
 
Lo mataron con su hipocresía,
con su devoción convertida en moneda,
con su justicia hecha espectáculo,
con su fe desgarrada y vacía.
 
Lo mataron cuando oraron con la boca
y pecaron con las manos.
Lo mataron cuando bendijeron ejércitos,
cuando justificaron matanzas,
cuando cambiaron la compasión por dogma
y la verdad por poder.
 
¡Lo asesinaron y ahora claman al cielo!
 
Pero su voz solo resuena en el vacío,
porque el trono está roto,
y sobre sus ruinas
solo quedan sombras y polvo.
 
Ahora vagan en templos sin dioses,
se aferran a ídolos sin rostro,
adoran la carne,
adoran el oro,
adoran el reflejo en sus propias pantallas.
 
Y el eco de su crimen los persigue.
 
Lo enterraron con himnos huecos,
lo sepultaron con decretos solemnes,
lo reemplazaron con leyes, con números,
con progreso, con comodidad.
Pero en las noches frías
cuando el ruido cesa
cuando la luz artificial no basta
cuando el silencio pesa
y el alma se retuerce,
se estremecen en sus camas
como niños sin madre,
como sombras sin dueño.
 
No era yo quien lo necesitaba,
pero ustedes sí.
No era yo quien pedía su nombre,
pero ustedes lo gritaban en las tormentas.
No era yo quien lo buscaba en las estrellas,
pero ustedes temblaban sin su luz.
 
Y ahora, ¿qué les queda?
Una tumba sin epitafio,
una cruz caída en el fango,
un rezo convertido en eco sin respuesta.
 
Dios ha muerto, sí.
 
Pero no por mi mano.
No por la razón.
No por la duda.
Sino por la podredumbre de quienes juraban amarlo.
 
Y ahora caminan solos,
hijos de un crimen que nunca confesarán,
príncipes de un reino en ruinas,
huérfanos de su propia fe.
 
Que el olvido los devore.
Que el vacío les cante su último himno.
 
Porque su Dios no fue vencido por la verdad,
sino por su propia mentira.

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