Carolina Coronado

Porque quiero vivir siempre contigo

Sí, yo te creo; viva mi fortuna
y viva el canto de mi humilde boca
si abrasada en tu amor mi alma no invoca
para cantar la fe musa ninguna:
de las musas el arte importuna
cuando tu amor me abrasa y me sofoca,
y me place exhalar a mi albedrío
tonos amantes para ti, Dios mío...
 
Sí, yo te he visto clara y transparente
como la luz que me ilumina veo,
arrebatada, he visto en mi deseo
tu mirada, Señor, resplandeciente;
una vez nada más tu hermosa frente
he contemplado y me turbó el marco,
y esa vez nada más que te he mirado
me dejaste el espíritu arrobado.
 
Yo no sé cómo fue, si allá en el sueño
o si despierta he visto tu semblante,
sólo sé que te vi cruzar flotante
y que en tu imagen conocí a mi dueño,
y que es de entonces mi irritado empeño
ver otra vez tu aparición brillante,
contemplar otra vez tu imagen cierta
en delirios, en sueños, o despierta.
 
Yo me sueño contigo muchas veces,
con la ilusión de mi placer me inflamo,
y te busco después y no pareces,
y no respondes aunque más te llamo;
¿En dónde estás? ¿En dónde resplandeces?
¿Dónde te iré a decir cómo te amo?
¿Cuándo a mis ecos prestarás oído?
¿Cuándo podré llevarte mi gemido?
 
Yo tengo para ti nuevos acentos
que nada más mi corazón los sabe,
que no los sabe el hombre, el mar, ni el ave,
ni lo saben las brisas ni los vientos.
Y sólo a tus oídos más atentos
les es dado escuchar la voz suave
que por mi seno con aliento gira,
y antes que llegue a mi garganta, expira.
 
Es voz que al aire pierde su sonido
como flor que a la luz su aroma pierde,
y no puede expresarlo aunque recuerde
su misterioso y virginal sentido:
lágrimas muchas veces he vertido
allá del campo en la llanura verde,
cuando al morir el sol me consumía
sin poderte decir lo que sentía.
 
¡Ay! lo que siento yo, lo que me inquieta,
Señor, quién lo comprende, quién lo canta;
¡pobre santa Teresa, pobre santa,
que a tal agitación vivió sujeta!
Y más pobre mujer, alma incompleta
esta, que no teniendo gracia tanta,
con la misma pasión que la devora
sin poderte mirar, Señor, te adora.
 
¿Dónde te iré a buscar, dónde amor mío,
escondida tu faz en el espacio
hallaré para verte más despacio
y calmar mi agitado desvarío?
¿Hacia dónde, Señor, mis pasos guío
para llegar por senda a tu palacio,
y sin genio, sin numen y sin arte
la fe que siento en mi pasión cantarte?
 
No te encuentro en el mar que antes ansiaba
cuando tan mal, Señor, te comprendía,
que en el recio furor con que bramaba
escuchar tus acentos presumía;
monstruo rabioso que espumante baba
verde como la bilis escupía
¡cómo sonar en su amargado seno
puede tu canto de dulzura lleno!
 
No te encuentro en las olas vacilantes
donde pensé que tu mirar lucía
antes de que tus ojos más radiantes
a iluminar vinieran mi poesía;
soles y estrellas encendidos antes
ya me parecen luz pálida y fría,
y si sus rayos por acaso miro
cierro los ojos y por ti suspiro.
 
Por ti ya dejo las queridas flores,
los pájaros, el río, los pinares,
para ti nada más tengo cantares;
para mí nada más tienen colores
de tus ojos los bellos luminares,
para mí nada más tiene armonía
tu voz que sueño en la locura mía.
 
¡Oh! tú no estás aquí; tu forma bella
no es la del mar sombrío que batalla:
tu lumbre no es la lumbre de la estrella
ni por los valles mi ansiedad te halla;
tú más hondo que él, más alto que ella
opones a mi amor eterna valla,
y cuanto más en tu existencia creo
más sufro y lloro porque no te veo.
 
Pero yo tengo fe; yo he de encontrarte;
yo para siempre he de vivir contigo;
yo protegida por tu brazo amigo
el espacio hendiré para alcanzarte:
si en la tierra no es, en otra parte
seré dichosa, pues con fe te sigo,
y no me importa la envidiosa nube
que a interponerse entre nosotros sube.
 
Presto acaban los años en su giro
y de terna pasión la vida esclava;
presto, Señor, la juventud acaba
exhalada de amor en un suspiro;
no tengo sino a ti cuando deliro,
y este silencio y soledad me agrava
con las horas que pasan y no cuento
absorta en mi constante pensamiento.
 
¿Serán las pesadumbres de la vida,
de tan vario dolor tanta punzada,
de ingratitudes tantas, tanta herida
las que alarguen aquí nuestra parada?
¿tanto podré tardar en la partida
que el ánima no puede fatigada
con la esperanza, con la fe de hallarte
resignarse, sufrir, callar y amarte?
 
¡Cuánto esa nube durará en el cielo
si es la tormenta del vivir tan breve
que descendemos como nieve al suelo
y en él nos deshacemos como nieve!
¡Cuánto podré aguardar en este anhelo
si hasta el cierzo helado el soplo leve
hiere mi seno y hacia el triste ocaso
hasta, Señor, a acelerar mi paso!
 
Ya vi pasada la estación serena
y escucho de las lluvias el ruido,
y el caracol del labrador resuena
en el silencio con medroso aullido;
sola estoy con mi sombra y con mi pena,
mas pienso en ti, Señor, y del sentido
quiero, lanzando el miedo y la tristeza,
al término llegar con fortaleza.
 
También el joven árbol cuando llueve
desbaratado al agua da sus hojas
que el agosto abrasó tornando rojas
y en vago con el vientecillo mueve;
tal vez el aire sobre mí las lleve
mañana si me rinden mis congojas,
y me inunde la lluvia que ahora cubre
los pálidos narcisos del octubre...
 
Quién sabe... ¡ah! del Asia allá el gigante
oigo, Señor, que llamaba a nuestras puertas,
y ya de Europa veo en un instante
las tierras de cadáveres cubiertas;
cuando blande su hierro fulminante
siempre las tumbas ¡ay! están abiertas
y ya su brazo siéntese iracundo
y de espanto, Señor, ya tiembla el mundo.
 
Terrible incendio, que talando pasa
los pueblos de Siam hasta el Bassora,
y crece en Siria, al África devora,
sofoca a Rusia y a la Europa abrasa;
¡ay pobre Irlanda, que tu tierra escasa
es para los sepulcros! reza y llora,
que van los buitres en tu negro ciclo
sobre tus gentes a cubrir su vuelo.
 
Y ¡ay de nosotros! si el azote rudo
también, Señor, se vuelve contra España,
si entre sus dones fúnebres, Bretaña
también nos manda ese dolor agudo;
¡quién a sus recios golpes halla escudo!
¡qué asilo, si el palacio y la cabaña
convertidos en tristes hospitales
serán para sus víctimas iguales!
 
¡Quién podrá soportar esa agonía,
gritos de destrucción, ayes humanos;
los niños, las mujeres, los ancianos
pegando el rostro con la tierra fría!
¡Quién podrá soportar esa sombría
noche, sino los ánimos cristianos,
que absorbidos, Señor, en tus amores,
con tu memoria templan sus dolores.
 
¿En qué boca riquísima de aroma
aspiraremos el divino aliento,
cuando falta al pecho el sufrimiento
y el mismo corazón se nos desploma?
Cuando el dolor horrible nos carcoma
la sangre, con febril entendimiento,
¡qué mano ha de venir sino tu mano
a suavizar el padecer insano!
 
Tú a trasportarnos en tus brazos vienes
como las madres en la cuna al niño,
lecho nos pones de oloroso armiño,
fresca bebida de placer nos tienes:
con tus besos regalas nuestras sienes,
alegras nuestro ser con tu cariño
y olvidando a tu lado nuestra historia
¡oh! contigo vivir; ésa es la gloria.
 
Yo comprendo esa dicha santa y pura,
ese tu aliento embriagador recibo,
de tu mirada gozo el atractivo,
de tus ecos penetro la ternura;
vivificante ardor, suave frescura
en tu morada celestial percibo,
tonos, perfumes, delicioso ambiente
que el alma sólo del amante siente.
 
Por eso ardiente sed tiene mi boca
y en tus labios, Señor, templarla quiero,
y por eso en tus brazos sólo espero
la fiebre mitigar que me sofoca;
y por eso te busco ciega, loca,
porque te adoro y por tu amor me muero,
y por eso con fe; Señor, te sigo
porque quiero vivir siempre contigo.
 
Sierra de la Jarilla, 1848

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