Ya no es tan joven mi vida
que desde esta cima, hermano,
logre ver distinto el llano
donde quedó mi niñez.
Es la pradera florida
bajo la sombra de un monte,
y por eso es su horizonte
más delicioso, tal vez.
Yo con el rostro no acierto
de ese tiempo fugitivo,
mas su belleza percibo
de los años al trasluz,
como aquel reflejo incierto,
aquellos matices rojos
que perciben nuestros ojos
cerrados frente a la luz.
Yo no sé lo que soñaba
mas recuerdo mis amores;
sé que amaba entre las flores
a un hermoso tulipán:
y que a mis solas le hablaba,
Emilio, tan dulcemente
que murmuraba el ambiente
celoso en mi tierno afán.
Lloré cuando se agostaba
su cabeza peregrina
pero amé a la golondrina
así que la flor murió:
la golondrina emigraba
y entonces, Emilio mío,
a mi constante amorío
buscaba otro objeto yo.
¡Oh!¡Todo me enamoraba
en aquel tiempo querido!
¡Cuál me recuerda un sonido
el ave y el tulipán;
y la fuente que manaba
el agua que yo bebía
y el campo donde crecía
la semilla de mi pan!
¡Pero si no me comprendes,
si aquella edad ha pasado
y yo ya tengo olvidado
el suave idioma infantil!
si por acaso me atiendes
huyes riendo a deshora,
¿por qué no estoy en tu aurora
o tú no estás en mi abril?
Tú juzgas porque me hallaste,
bello garzón, a tu lado
que una ruta ha señalado
a nuestra existencia Dios:
no, que tu vía empezaste
en la mitad de la mía
y poco por esa vía
iremos juntos los dos.
Emilio, cuando recuerdes
cual yo tu pasada infancia,
ya habrá una eterna distancia
que me separe de ti;
entonces, tal vez, te acuerdes
de mí, cual yo de las flores,
y entre tus tiernos amores
me cuentes, Emilio, a mí.
Ermita de Bótoa, 1844