Carolina Coronado

La adoración de los pastores

Sí; los cimientos del antiguo mundo
a estremecerse van: sonó la hora.—
Grecia exhala gemido moribundo,
y corónase Roma vencedora.
¡Vana corona! espíritu infecundo,
la religión cruel y destructora
de ese pueblo tan sabio y tan valiente
no ha de salvar la humanidad doliente.
 
¿Qué nos importa ver cómo levanta
arcos eternos, templos inmortales,
si el falso Dios a quien adora y canta,
no ha de aliviar del corazón los males?
El egipcio también su eterna planta
imprime en los confines orientales
y artes y ciencias, con pasmoso yerro,
postra a la vil adoración de un perro.
 
¿Qué la inútil pirámide en la tierra
sino los templos de Atenas han logrado,
si el alma, triste en su perpetua guerra,
divina religión no han inspirado?
¿Qué vale ese poder que nos aterra,
en colosales piedras levantado,
si el consuelo, que aguardan tantos seres,
no han de darlo el orgullo y los placeres?
 
No basta que las águilas de Roma,
las poderosas alas extendiendo,
se bañen en el mar que hundió a Sodoma,
su plumaje hasta Iberia sacudiendo;
esas águilas, no: —Blanca paloma,
de las legiones entre el ronco estruendo,
descendiendo a los Líbanos de oriente,
vendrá a regenerar el occidente.
 
Hay en el Asia una comarca bella,
de montañas de cedros sombreada,
y ha dicho el ángel que esperemos de ella
la religiosa fuente deseada;
bajo aquel puro sol, casta doncella
vive tranquila, del Señor guardada,
y ha dicho el ángel, que en su limpio seno
se ha de engendrar al Dios paciente y bueno.
 
¿Dónde sino en la tierra del Profeta,
que habló con el Señor en la montaña,
y a su Ley reprimió la tribu inquieta,
ciega a los rayos de la luz extraña;
dónde sino en la tierra del poeta
patriarcal, y en la plácida cabaña,
del pastor inocente del carmelo,
pudiera colocar su cuna al cielo?
 
Glorifícate, pueblo de Judea,
tú fuiste del Señor el escogido:
perdió sus templos la ciudad hebrea,
la reina de las reinas ha caído;
tú cediste cobarde en la pelea,
las tablas de tus leyes se han perdido,
tu tribu en el desierto errante gime;
pero en ti nace el dios que nos redime.
 
Árabes, que cruzáis la seca arena,
hijos de Salomón, David, Elías,
suspended un instante la faena,
dejad el caminar para otros días:
el Jehová que diluvia, el Dios que truena,
el que abrasa ciudades, por impías,
otra vez a nosotros se aparece,
y a su anuncio la tierra se estremece.
 
Dejad en el desierto los camellos,
y en el río que baña a Galilea,
bajo la sombra de los cedros bellos,
aguardad a que el sol perdido sea;
mirad cómo se apagan sus destellos:
ya en los montes oculto centellea,
y vienen los pastores fatigados
hacia el redil trayendo sus ganados.
 
Ya hemos visto surgir tibio lucero;
la fresca brisa de la noche vuela,
y el can, de las ovejas compañero,
guarda inmutable a sus espaldas vela;
ya enciende la candela en el otero
el pastor y ya duerme la Gacela
y silencioso el valle inspira al alma
santo placer y religiosa calma.
 
Pero no suenan cantos celestiales,
ni la luna esta noche es más lucida
porque venga esta noche a los mortales
la aparición del ángel prometida:
a nosotros no más, a nuestros males,
no este gozo a los ángeles convida,
que gozosos están siempre en el ciclo,
y jamás necesitan de consuelo.
 
Nosotros solos al Señor que nace
himnos de regocijo preparemos;
si el ángel mudo a nuestras dichas yace,
nosotros por los ángeles cantemos:
y a la señal de su venida hace
la tierra, conmovida en sus extremos,
cual si la planta del Señor la hiriera
y el perdido equilibrio la volviera.
 
A un lado Babilonia, a otro Palmira.
Y más cerca Pentápolis y Tiro,
del Señor derribadas por la ira,
¡oh qué elocuencia dan a este retiro,
donde la Virgen lánguida suspira!
¡oh cómo el genio del Señor admiro.
Que nace humilde en estas soledades,
sepulcro de tan locas vanidades!
 
Desde que Dios creó la luz hermosa,
desde el diluvio que anegó al viviente,
no ha creado en su ciencia milagrosa
un prodigio el Señor más imponente;
la sombra de Moisés, sobre la losa
del desierto, se inclina reverente,
y por los valles del Jordán inquietas
se cruzan las de todos los profetas.
 
Tal vez en eco inteligible canta
esa turba de genios misteriosa,
y no entendemos su palabra santa
en el rumor del aura vagorosa;
del Líbano, tal vez, en la garganta
pulsa Daniel el arpa religiosa,
y al oír de la Virgen el gemido
«¡Hosanna!» entona «¡Hosanna!» repetido.
 
... ¡Gracias, doliente y pálida María,
la más hermosa en la creación entera!
Como el dulce panal que Grecia cría,
tus blancos pechos son de miel y cera.
Cuando al dolor tu faz palidecía,
cuando lanzabas queja lastimera,
de la oscilante luz a los reflejos,
lloraban los pastores a lo lejos.
 
Sin púrpura, sin oro, entre las pajas,
sólo tus alas, tórtola amorosa,
prestan abrigo y delicadas fajas
al que ha de alzar bandera tan gloriosa;
así de Egipto en las arenas bajas
nace la escasa vena que ruidosa
pronto en inmenso Nilo convertida
inunda los desiertos atrevida.
 
Tú le nutres —los globos de tu seno
por la divina leche abastecidos,
como del cielo en el azul sereno
pálida luna, brillan conmovidos
por el amor materno; y junto al heno
contra los labios de Jesús unidos,
gota por gota el néctar le derraman
y al percibir su boca más se inflaman.
 
No sé pintar la suavidad preciosa
que presta la ternura a tu semblante
cuando inclinas la frente majestuosa
para besar sus labios anhelante;
la expresión de tus ojos luminosa.
Y de tus brazos la actitud amante
mira absorto el pastor, y a cada beso
redobla su atención y su embeleso.
 
No sé decir lo que mi pecho siente
al ver dormido en la pajiza cuna
al que Rey ha de ser de tanta gente,
que a su diadema igual no habrá ninguna;
no sé decir la admiración ferviente
con que miro a los rayos de la luna
su rubia sien, en donde la divina
flor de la eterna cristiandad germina...
 
¡Cuán grande vienes tú, señor, cuán puro!
¡Cuán pequeños y míseros nos hallas!
¡Cuán brillante es tu genio, y cuán oscuro
el genio que nos lanza a las batallas!
¡Cuán firme es tu bajel! ¡Cuán inseguro
el nuestro en ese mar! ¡Qué recias vallas
puede oponer tu ley a las pasiones!
¡Qué endebles nuestras frágiles razones!
 
Ven a escuchar los males que sufrimos,
ven a calmar las penas que lloramos;
hace ya mucho tiempo que nacimos
mucho tiempo, Señor, que te aguardamos;
a tu virtud, señor, sólo acudimos,
en tu saber tan sólo confiamos,
y cuanta fue mayor nuestra amargura,
esperamos de ti mayor dulzura.
 
A ti el justo, el sufrido, el virtuoso,
el regenerador, el fuerte, el sabio,
vendremos en tropel tumultuoso,
con el crimen, la pena y el agravio;
a ti el consolador, el generoso,
revelaremos con ingenuo labio
el llanto y los secretos torcedores
de nuestros más recónditos dolores.
 
En concierto, Señor, miles de bocas
vendremos a clamar a tus oídos;
en tu fe, como el águila en las rocas,
descansarán los ánimos rendidos;
necias quimeras, esperanzas locas,
desengaños y errores confundidos
desahogarán en ti su cauce humano,
cual los hinchados ríos de Océano.
 
¡Ay! Tú sabrás las hondas aflicciones
que tienen abrumadas nuestras vidas,
verás nuestros postrados corazones,
registrarás sus llagas escondidas;
tú del cuerpo infeliz de las naciones
desgarrarás las venas corrompidas,
¡y nueva sangre y nuevo movimiento,
les darás con tu sangre y con tu aliento!
 
Ermita de Bótoa, 1847

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