Carolina Coronado

A la siempreviva

Cuando el alma primavera
con sus joyas peregrinas
engalana la pradera,
los valles y las colinas;
 
Y las hojas entreabriendo
leve aroma exhala apenas
la rosa, y van descubriendo
su cáliz las azucenas;
 
Y su capullo amarillo
de pura esencia desplega
el delicado junquillo
en la espalda de la vega;
 
Cuando la plácida aurora
el garzo cuello levanta,
y el tulipán cimbradora
descubre la tierna planta;
 
Una flor nace entre aquellas
émula de las estrellas
en el rubio tornasol,
y que brilla como ellas
a los reflejos del sol.
 
En el ramo suspendida
menuda, bella, encendida,
es el alma de las flores,
porque es eterna su vida,
y eternos son sus colores.
 
Allá entre las orlas crece
de su fresca vestidura.
Cuando el alba resplandece,
chispa de fuego parece
sobre la verde llanura.
 
Tú, belleza marchitable,
de los campos maravilla,
prodigiosa flor, que luces
siempre joven, siempre viva,
 
De otras bellas los encantos
son tal vez demás valía
que tu capullo inodoro
y tu corona pajiza.
 
Tú las ves cuando el abril
sus tibias auras expira,
en desplegados pimpollos
vertiendo frescura y vida,
 
Tú la ves bajo las copas
que los árboles agitan,
embriagando las abejas
y perfumando las brisas
 
Pero también deshojadas,
marchitas y destrozadas
entre el polvo en la ribera
tú las verás sepultadas
al morir la primavera.
 
Y pasarán los primores
del risueño abril lozano;
y pasarán los ardores,
las tormentas del verano,
y del otoño las flores;
 
Y cuando ya el campo yerto
con la tierra haya cubierto
tanta beldad fugitiva,
aún habrá en aquel desierto
una flor, la siempreviva.

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