Carolina Coronado

El mundo codicioso

Las nuevas de este mundo tormentoso
ven a escuchar sentado en mis rodillas,
y cuenta, Emilio, tú las maravillas
de tu país tranquilo y delicioso;
yo te diré cómo el dolor penoso
hace saltar el llanto a mis mejillas,
y tú me explicarás cómo el contento
siempre en tus claros ojos tiene asiento.
 
En tus coloquios con las dulces aves,
en tus alegres juegos con la fuente,
¿qué pasa, Emilio, que tan tiernamente
amas el campo y sus misterios sabes?
¿por qué escondido entre las yerbas suaves
te place contemplar atentamente
más los insectos y saber sus nombres
que escuchar las historias de los hombres?
 
¿Qué piensas de esas piedras hacinadas
a que llaman ciudad que, con enojos,
apartas de ella los lucientes ojos
y hacia los campos tornas tus miradas?
¿Tienen de las abejas las moradas
más perfección que esos perfiles rojos
tan altos en los aires elevados
y con fatigas tantas dibujados?
 
¿Qué piensas, rubio Emilio, de esas gentes
revestidas de insignias de grandeza
que no acatas el brillo y la riqueza
que los pueblos adoran reverentes?
¿Cómo de esas monedas relucientes,
que van de mano en mano, la belleza,
cándido Emilio, tienes en tan poco
que con las chinas las confundes loco?
 
Entre los hombres alto vocerío
por ese metal bello se levanta;
ésa es, Emilio, la reliquia santa
que de su religión queda al gentío;
para alabar su inmenso poderío
no hay en el mundo más que una garganta:
¡Gloria! cantan los ángeles en coro;
¡Oro! cantan los hombres, ¡oro! ¡oro!
 
¿Y qué mucho que tenga esa vistosa
dorada tierra fama tan crecida,
si de la raza entera envilecida
es la sola virtud maravillosa?
La turba de otros días religiosa
deja al divino Dios arrepentido,
y está pronta a adorar humildemente
becerros de oro, cual la antigua gente.
 
Si oyes el trueno de espantosa guerra
no es que el cristiano pueblo se levanta
para ir a rescatar la tumba santa
del grande mártir a lejana tierra;
si la historia en sus páginas encierra
de nuestros nobles padres gloria tanta,
nosotros que su lauro no anhelamos
no ya por Dios, ¡por vil oro luchamos!...
 
Mas, dejemos al mundo codicioso
que hace saltar el llanto a las mejillas,
y muestra, Emilio, tú las maravillas
de tu país tranquilo y delicioso;
llévame a ver cómo en tropel gracioso
a comer en tus manos las semillas
entre las yerbas verdes y suaves
vienen trinando las amigas aves.
 
Contigo iré, los dos caminaremos
juntos al valle, al bosque, a la ribera,
y con el lirio azul de la pradera
los juncos de las aguas trenzaremos:
tal vez en dulce soledad hallemos
aquella imagen grande y verdadera
que desde el cielo hermoso, a ti alegría
y a mí paz y esperanza nos envía.
 
Ermita de Bótoa, 1845

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