Pues eres tú forastera
recién llegada a la vida,
te contaré, mi querida,
lo que tienes que sufrir;
te gané la delantera
de la vida en el camino,
y merced a este destino
he aprendido ya a sentir.
Yo sé ya cómo se llora
de una pena lloro ardiente,
y si quieres que te cuente
cuál se disfraza también,
mostraré, por que lo veas,
la sonrisa en mi semblante
cuando el raudal abundante
mis ojos brotando estén.
A este saber doloroso
discreción el mundo llama,
y no es discreta la dama
si no es en el mundo así;
por eso en risa mi llanto
suelo mudar tan aprisa,
que al asomar la sonrisa
trago el llanto para mí.
Pero el mundo no se engaña,
y al mirar nuestro contento
grita airado «¡Fingimiento,
falsedad de la mujer!»
¡Oh graciosa tiranía
que a las que fingen condena
cuando fingir nos ordena
como preciso saber!
Esto, niña, es solamente
lo que, de ciencia nos toca;
después te dirá mi boca
lo que hay de felicidad:
y en fe de que no te engaño
en lo propio que te digo,
todo un sexo por testigo
te pondré de esta verdad.
Yo te diré nuestra historia
y aunque otra de hombres cuenten,
por Dios, que los hombres mienten
o ignoran este saber:
ellos beben Cicerones,
con Sénecas se alimentan,
pero esos libros no cuentan
las penas de la mujer.
Y ¡más valiera que doctos,
sapientísimos varones
perdieran en las naciones
su tiempo en tratar de nos!;
¡harto hicieron si aseguran
como un hecho averiguado
que de Adán y Eva el pecado
por ella sufren los dos!
¿Qué importa que su existencia,
la leche con que medraron,
los brazos en que apoyaron
su cuerpo desde el nacer;
y los besos maternales,
y el solícito cariño,
y sus placeres de niño
se los diera la mujer?
¿Qué importa que le dé ella
la amorosa compañía
al que triste viviría
sin ella en la soledad;
y el consuelo al desgraciado,
y la asistencia al doliente,
qué importa a esa ingrata gente
que se los dé la beldad?
De madres, esposas, hijas,
los tiernos, los dulces nombres,
¿no merecen a esos hombres
una página, un borrón?
¿no merecen que una hora
en nuestra suerte mediten
aunque algo al estudio quiten
de Séneca y Cicerón?...
¿Mas no escuchas? ¿Interrumpes,
niña, con risa mi canto?
Haces bien, porque iba el llanto
brotando a mis ojos ya;
conviértase en risas el lloro,
que en la mudanza precisa
pronta siempre la sonrisa
tras mis lágrimas está.
Pero, guarda, por tu vida,
el papel de estas canciones,
y en la edad de las pasiones
fija los ojos en él:
«¡Ay, dirás, verdad decía
la que estas cosas cantaba;
bien me acuerdo que lloraba
cuando escribió este papel!»
Badajoz, 1846