En el reino del que portas tu corona
el laurel resbala por las callejuelas
que conducen a la boca del pánico,
las casas albergan en sus patios
quejidos descarnados de primavera,
el sauce se aloja en las chimeneas
y el estruendo de su carcajada lúgubre
anula el embrujo de la cítara de Orfeo
y el eco de las salvas disparadas
en las exequias de la ternura.
En el reino del que portas tu corona
no existen epitafios, tan solo lápidas,
la mentira clava sus espuelas
en los latidos del horizonte,
se venden en los mercados
fragmentos perdidos de Antares,
y el museo de los tozudos errores
exhibe sus obras a la retina pálida
que cuelga del rostro de cada plegaria.
En el reino del que portas tu corona
los barrios son infestados
por tumultos de escamas dolientes
que prenden, con fuego abolido,
antorchas para la caza,
el romero y la marisma se declaran la guerra,
se censura el diálogo del viento
con la ninfa que reviste
el torso de la sonrisa desnuda,
y la palabra se debate
entre la muerte y la piedra.
Y devastados
como el agónico valle
que tarde desgrana
su cauce remoto,
o como la mano abatida
por letales venablos
que perfila el desaire,
el ocaso y la simiente te preguntan:
—¿Por qué no abdicas pues, crueldad?
—¿Por qué no abdicas?