Jorge Luis Borges

Milonga del infiel

Desde el desierto llegó
en su azulejo el infiel.
Era un pampa de los toldos
de Pincén o de Catriel.
 
Él y el caballo eran uno,
eran uno y no eran dos.
Montado en pelo lo guiaba
con el silbido o la voz.
 
Había en su toldo una lanza
que afilaba con esmero;
de poco sirve una lanza
contra el fusil ventajero.
 
Sabía curar con palabras,
lo que no puede cualquiera.
Sabía los rumbos que llevan
a la secreta frontera.
 
De tierra adentro venía
y a tierra adentro volvió;
acaso no contó a nadie
las cosas raras que vio.
 
Nunca había visto una puerta,
esa cosa tan humana
y tan antigua, ni un patio
ni el aljibe y la roldana.
 
No sabía que detrás
de las paredes hay piezas
con su catre de tijera,
su banco y otras lindezas.
 
No lo asombró ver su cara
repetida en el espejo;
la vio por primera vez
en ese primer reflejo.
 
Los dos indios se miraron,
no cambiaron ni una seña.
Uno –¿cuál?– miraba al otro
como el que sueña que sueña.
 
Tampoco lo asombraría
saberse vencido y muerto;
a su historia la llamamos
la Conquista del Desierto.
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