Jorge Luis Borges

Carl Sandburg

Carl Sandburg—acaso el primer poeta de Norteamérica y sin duda el más norteamericano—nació en Galesburg, estado de Illinois, el 6 de enero de 1878. Su padre era un herrero sueco, August Jonsson, empleado en los talleres del Ferrocarril de Chicago. Como los Jonsson, Johnson, Jensen, Johnston, Johnstone, Jason, Janssen y Jansen abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Sandburg.

Sin recurrir a la transmigración, Cari Sandburg—como Walt Whitman, como Mark Twain, como su campanero Sherwood Anderson—ha cursado muchos destinos, algunos de lo más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero en una barbería, carrero, tramoyista, peón en un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Kansas City, Omaha y Denver, peón de chacra, atorrante, pintor de estufas y pintor de paredes. En el 98 se alistó como voluntario en el seis de infantería de Illinois, y sirvió casi un año en Puerto Rico, contra los españoles. (A su poesía no le gusta el recuerdo de esa aventura militar.) Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en el Colegio de Galesburg.De esa fecha (1899-1902) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. En aquel tiempo, Sandburg creía que le interesaba más el basketball que las letras. Su primer libro—que es de 1904—ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Sandburg esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema «Chicago». Casi inmediatamente, América lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de Walt Whitman. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en Buenos Aires, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo...

En 1908, Sandburg (entonces periodista en Milwaukee) se casó. En 1917 entró en el «Daily News»; en 1918 hizo un piadoso viaje a Suecia y Noruega, tierras de sus mayores. Un par de años después publicó Smoke and Steel («Humo y Acero»). La dedicatoria es así: «Al coronel Eduardo J. Steichen, pintor de nocturnos y rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas».

Sandburg ha recorrido los diversos estados de la Unión, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos cantares. Hay discos de fonógrafo que registran la seria voz y la guitarra de Sandburg. Las poesías de Sandburg están compuestas en un inglés que se parece a su voz y a su modo de hablar: un inglés oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles americanas, un inglés criollo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.

Hay en Cari Sandburg una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos barrosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en un Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Sandburg, en la vertiginosa Chicago, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su ciudad.

Sandburg ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, América. Es autor, asimismo, de tres libros de cuentos para niños y de una minuciosa biografía de los años mozos de Lincoln, otro hombre de Illinois. En septiembre de este año ha publicado un largo poema épico: El pueblo, sí.

Un poema de Sandburg: Calles demasiado viejas

Caminé por las calles de una vieja ciudad, y eran flacas las calles como gargantas de pescados duros del mar, salados y guardados en barriles por muchos años.

¡Qué viejas, qué viejas, qué viejas somos!—seguían diciendo las paredes, arrimadas unas a otras como mujeres viejas del pueblo, como viejas comadres que están cansadas y que hacen lo indispensable.

Lo más grande que la ciudad podía ofrecerme a mí, un forastero, eran estatuas de los reyes, en cada esquina bronces de reyes, viejos reyes barbudos que escribían libros y hablaban del amor de Dios para todos los pueblos, y reyes jóvenes que atravesaron con ejércitos las fronteras, rompiendo la cabeza de los contrarios y agrandando sus reinos.

Lo más extraño de todo para mí, un extraño en esta vieja ciudad, era el ruido del viento que serpeaba en las axilas y en los dedos de los reyes de bronce: ¿No hay evasión? ¿Esto durará para siempre?

Temprano, en una racha de nieve, uno de los reyes gritó: «Échenme abajo, donde no me puedan mirar las comadres cansadas; tiren el bronce mío a un fuego feroz, y fúndanme en collares para niños que bailan».

Revista Hogar, 16 De Octubre De 1936

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