Augusto Roa Bastos

Ciega...

¡Me estremece pensar que tu pupila
girando en torno su mirada triste
ya no ve como ayer la luz tranquila
del día que se va; que ya no existe
el placer para ti de verlo todo,
desde el cielo hasta el lodo;
el iris en las flores,
el vuelo de la garza enamorada,
la acuarela viviente del paisaje,
el rubor de la luz en la alborada
con su tibia cascada de colores
temblando en las guirnaldas del boscaje...!
 
¡Ciega...! Una venda obscura
medrosa como un ala de vampiro
cayó sobre tus ojos,
                                 y un suspiro
brotó como gemido de amargura
del fondo de tu almita anochecida
apenas en el alba de la vida.
 
Hoy me miras sin verme;
y tus claras pupilas azoradas
al fijarse distantes se parecen
a dos estrellas que perdiendo el rumbo
quedaron apagadas
en mitad de la noche.
 
Acaso sólo escucharás la vida
como el ligero tumbo
de las olas de mar desconocida
que vienen a morir con beso suave
de murmullos y espumas
en tu playa de brumas.
 
¡Ciega, mi bien, y la pesada llave
de tu prisión en manos de la suerte,
señora de la vida y de la muerte...!
 
Sobre el bruñido lago de la tarde,
el sol se va y en sus reflejos arde
un último destello de esperanza;
vierte su rayo en tu pupila ciega
que mira como ayer, serena y mansa.
 
Hay un sol que se va y otro que llega...

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