Señora presidenta, compañeras congresistas:
Tan ardua como honrosa es para mí la misión que se me ha confiado al designárseme para representar a Camagüey en este Congreso. Es un honor que no soñé alcanzar porque no creí merecer, pero, como el honor obliga, a la bondadosa y amable distinción que se me hacía, yo no podía corresponder más que con un gesto de gratitud y reconocimiento, aceptando esa designación que, por estimar inmerecida, juzgué precisamente indeclinable.
Y me he sentido—ya que no merecedora—grandemente halagada de ostentar esta representación por venir de quienes viene; por ser el resultado de la voluntad de la mayoría del Comité Provincial de Camagüey que organizara esta Federación de Asociaciones Femeninas que hoy nos congrega; por estar ese comité integrado en su casi totalidad por lo más selecto de nuestro pequeño mundo intelectual y social, como si para ingresar en el mismo se hubiese exigido como condición previa, como requisito indispensable, no sólo pertenecer a la más alta de las noblezas, a la aristocracia del talento, sino también unir a estas cualidades intelectuales los prestigios sociales y morales de la condición y de la sangre.
Bastará sólo que os diga, para que podáis daros cuenta de mi satisfacción y de los altos prestigios de los miembros del Comité Provincial de Camagüey, que me ha elegido, que él ostenta como el mejor de sus blasones los nombres de su distinguida presidenta, la señora Emma Betancourt de Agramonte, y de su vicepresidenta, la Dra. Rosa Anders Causse: la primera une a sus condiciones personales de abolengo y de cultura, la satisfacción de llevar, como timbre de suprema distinción, el título de hija política del Bayardo camagüeyano, de aquel hombre símbolo y culto de nuestra Patria, de aquél que nos legó—con el rescate de Sanguily—, la página épica más gloriosa que se escribiera en la historia del mundo; la segunda, o sea la Dra. Anders, además de las condiciones genéricas de los otros miembros del comité, trae a él todo el prestigio de un talento sólido y bien cultivado, que le da derecho a ocupar uno de los primeros puestos entre nuestra intelectualidad femenina.
Dicho esto para justificar mi presencia en este sitio, careciendo, como carezco, de la autoridad y capacidad necesarias para ocuparlo debidamente, permitidme, señoras congresistas, que dé comienzo a la misión qué se me confiara y haga llegar hasta vosotras, que tenéis en estos momentos por derecho propio, por haberla conquistado con vuestro esfuerzo, la representación más alta y más hermosa de la intelectualidad de la mujer cubana, los entusiastas parabienes, los saludos más efusivos de que soy portadora.
Esos saludos y esos votos de bienandanzas que os traigo no son para nosotras el estricto cumplimiento de una de las reglas de este congreso, sino algo muy sincero, algo muy sentido, algo que brota de nuestros corazones y que hubiéramos experimentado la necesidad de exteriorizar en alguna forma, aunque no existiese ese precepto obligatorio, puesto que rendir un tributo merecido a quienes, como vosotras, han sabido conquistarlo, es un mero deber de hidalguía, un sencillo acto de justicia.
Al dar cumplimiento a esta misión, grata y ardua a la vez, espero de vuestra benevolencia, compañeras congresistas, que tomaréis mis palabras no por lo que son, sino por lo que ellas quisieran ser, ya que hay tanta distancia de nuestras expresiones verbales a los sentimientos y representaciones mentales que las inspiran como puede haberla del carbón al diamante, de un simple cuadro marino al poema vibrante y rumoroso de las olas bullidoras.
Atendiendo más a los sentimientos que no he sabido expresar que a lo que ellas pudieran decir, confío en que tomaréis mis sencillas frases como si fuesen una lluvia interminable de fragantes y sonrosados pétalos que la mujer camagüeyana os envía, en su deseo, de alfombrar con ellos la senda que habréis de recorrer, vosotras, las damas organizadoras de este congreso—a quienes no quiero calificar por no encontrar en mi léxico el adjetivo suficientemente expresivo y adecuado para el caso—, que tanto habéis hecho y tanto habréis de hacer en beneficio de la patria.
Hacedme, pues, el honor, señoras congresistas, de aceptar a través de mis palabras el testimonio de admiración y de cariño que os envía la legendaria tierra de Agramonte y de la Avellaneda; aquella región, quizá única en la República, que conserva todavía, a pesar del progreso de los tiempos y de la fuerza incontrastable de las corrientes modernas, su ambiente caballeresco y medioeval de otras edades, para la que parece hecha la frase del poeta: ‘‘La tierra del honor y de las flores’’. Recibid este homenaje de intensa simpatía que os envía aquella apartada región, acaso la menos adecuada para tributarlo, pero la más capacitada para sentirlo; aquella región indómita y bravía, fanática de sus leyendas, enamorada de sus tradiciones; aquella ciudad distante y silenciosa, melancólica y conventual, que muchas veces se me ha antojado semejante, por su alma, a aquella otra ciudad encantada y vagarosa, tan magistralmente retratada e idealizada por la pluma exquisita de Rodenbach en “Brujas la Muerta’’.
Y al recibir la ofrenda que os envía la ciudad del ensueño y la leyenda, permitidme que entre los pétalos que os traigo coloque el mío personal, cual si fuese una humilde violeta brotada en la llanura provinciana, oculta entre las hojas por la conciencia de su insignificancia, la que, sin embargo, os ofrezco fraternalmente, pues como dije en época lejana en que me sentí poeta, esas flores son “la ofrenda sencilla que al efecto rendimos, perfumada, los poetas”.
Y ya que no me es dable, dentro de la materialidad de las cosas humanas, convertir en flores las palabras, queden aquí mis votos personales porque éstos de que soy portadora no sean más que el anticipo de las bellas floraciones con que el éxito habrá de coronar vuestra labor de sabias jardineras.
Memoria del Primer Congreso Nacional de Mujeres organizado por la Federación Nacional de Asociaciones Femeninas, La Habana, Abril 1ro al 7, 1923