Los hijos de Caín no tuvieron hermanas,
Ni tan siquiera madre para ser paridos.
Los hijos de Caín jamás se enamoraron,
les bastaba con quererse a ellos mismos,
con buscar arroyos cristalinos,
donde lejos de buscar un agua fresca,
apuraban las horas contemplando,
como en espejos, sus poderosos penes.
Los hijos de Caín nunca fueron tiernos,
ni recibieron besos ni caricias,
les bastaba su ejército de abruptos seguidores,
que se anunciaban golpeando la piel del tambor
con sus duros testículos,
que resonaban haciendo callar
a las aves, y a los susurros de la naturaleza.
Era el sonido de los machos.
Los hijos de Caín se aborrecían,
cada uno a sí mismo, y luego todos entre todos,
pero se engañaban haciéndoles creer
que se importaban más allá
de la contemplación narcisista de su libido,
del deseo inenarrable de tener
una gran vagina ocupando el cerebro,
como si fuera un cáncer, pero con sitio donde meterla.
A los hijos de Caín no les importa arder
en los infiernos, siempre y cuando entre las llamas
ardan con ellos miles de putas
a las que demostrarles que son tan tíos
que soportan las yagas que producen los fuegos eternos.
Se sienten reyes, entre princesitas,
princesitas tristes, a las que no miran a la cara
para no descubrir a sus hermanas y sus madres.
Sí, ciegos. También sordos.
Los hijos de Caín tapan sus oídos
con sus enormes pollas para no tener que escuchar
Que NO es siempre NO.