Andrés Eloy Blanco Meaño

A un año de tu luz

A un año de tu luz, e iluminado
hasta el final de su latir, por ella,
desanda el viaje el corazón cansado.
 
De tu voz, de tu mano y de tu huella
retorna a la niñez, donde palpita
sangres de luz tu corazón de estrella.
 
Vamos los dos a la esperada cita
y parece saltar de mi costado,
santa y clara, tu voz de agua bendita.
Y así al solar de la niñez llegado,
mi corazón, devuelto de tu muerte,
a un año de tu luz, e iluminado.
 
Luna de Cumaná, para encenderte
la lámpara de arrullo que me duerma
y el postigo de voz que me despierte.
 
Luna en el pan de la colina yerma,
en el río, en la sabana,
pavón lunar de mariposa enferma;
 
y luna en el cocal, junto a Chiclana,
donde el recuerdo azul de tus amores
se echa a dormir, como una caravana;
 
luna para los mapas de colores
que teje la nocturna confidencia
rumbo a la calle de Flor de las Flores
 
y luna que en tus uvas aquerencia
para miel de aquellas de tu parra
y el limón de las doce de tu ausencia.
 
Ancha la casa que el poema narra:
blancas mujeres, de azabache el pelo,
hechas al par de hormiga y de cigarra;
 
buenas para el bautizo y para el duelo,
parejas en el hambre o en la medra,
del sueño canto y del dolor pañuelo.
 
Galaica flor en castellana piedra:
vaciada al acueducto segoviano
la ría de cantor de Pontevedra
 
Así te halló el esposo y hortelano,
Doctor para saber cómo se tienta
el pulso al corazón desde la mano.
 
Así el hogar, señora y cenicienta,
nodriza y enfermera en el manejo
y en el combate al sol, lugartenienta.
 
Así la lucha y la prisión, espejo
de aquella tierra de recluta y canto,
panal del niño y retamal del viejo.
 
Y tu niño en la flor del camposanto
y el Esposo en el sol de los caminos
el exilio y el mar: cosas del llanto.
 
La isla de los lobos peregrinos,
de níspero el sabor, de perla el flanco,
de sal, de sol, de piedra los marinos.
 
Copia de espuma y ola en el barranco,
de noche y playa, médico y cochero,
el coche negro y el caballo blanco.
 
Y la Virgen del Valle y el vallero,
perla para los buzos hacia arriba,
madre del mar y de su marinero.
 
La Isla, como tú, del mar cautiva,
con eso de la sed y de la vela,
siempre llegando y siempre fugitiva.
 
Dormir allí, bajo tu cantinela
soñar domingos de color de playa
en la semana de color de escuela.
 
Dormir allí, pescado en la atarraya
de tu labor de estambre y mecedora,
mi sueño, entre las dunas de tu saya.
 
¡Ay, las hermanas de durazno y mora!
¡Ay, mi hermano de amor y de centella!
¡Ay, mi Padre de luz y tú de aurora!
 
¡Ay, el claro querer sin la querella!
Tu pan, tu sol, tus ojos, para el día;
para la noche, kerosén y estrella.
 
Para la noche de ponerte fría,
cuando oíste subir de tus hinojos
el llanto de mi verso que nacía.
 
Yo en tus rodillas, en la calle abrojos,
en la acera los dos, y una saeta
mi primer verso fue para tus ojos.
 
Me alzaste en brazos; trémula y coqueta,
fuiste y volviste de la risa al lloro
y empezaste a gritar:   —Tengo un Poeta!
 
tú quisiste decir: —Tengo un tesoro,
tengo un ovillo de torzal de plata
y una cocina de fogón de oro...
 
Así la Isla: calles de piñata,
amor de la muñeca y la gaviota,
cartas de sol con lunas de postdata.
 
Hasta el día en que el mar, gota por gota,
cayó desde las nubes de tu llanto
hasta los pies de tu muñeca rota;
 
y otro pedazo tuyo al camposanto:
niña del mar, que te prestó la tierra;
tanto te daba y te quitaba tanto.
 
Y al mar de nuevo, la balandra en guerra.
Y el cabo al tajamar y el salto al valle
del pequeño calvario y la alta sierra.
 
La ciudad linda, de guirnalda al talle,
el bronce amado y verdugo triste
y el silencio del hombre de la calle.
 
Y tus manos de bruja artesanía
en el punto cabal de la chaqueta
y en escarpines de juguetería.
 
(Por eso, tejedora en el poeta,
en la dantesca red de los tercetos
engarzo a ti lazada y cadeneta).
 
Y el regreso a los hijos y los nietos,
feliz de tus estancias favoritas
y enredada la lengua de alfabetos;
 
y la puntualidad de tus visitas
a misa de San Juan, por la mañana,
a la capilla de las hermanitas.
 
Morir, morir... La insustituible hermana
al reino de la nube y de la flecha,
luna descalza, huyó por la ventana.
 
No fue más que otra deuda satisfecha
en el trueque de savias y de flores
que había entre la tumba y tu cosecha.
 
Tu casa de San Luis de los Dolores
alzó al lacrimatorio de los pinos
la conciencia de ángel de las flores.
 
Y tú a sus pies; el odio en los caminos
y tú ofreciendo en el cruzar del fuego
aire de amor a todos los molinos.
 
Era molerte el alma; el mundo ciego
luchando, y tú, en el centro de la guerra,
sin queja, sin rencor y sin sosiego.
 
Y al ultimo dolor, tu vida cierra
balance de los hombres de tu entraña:
bajo la tierra, dos, y uno sin tierra.
 
Al mar de nuevo, a darme en tierra extraña
la valiente mirada que quería
luchar contra la gota en la pestaña.
 
Después, aquellos hombres de alma fría;
el inhóspito lecho hospitalario,
sobre la tela del cercano cielo,
el encaje final de tu rosario.
 
Y el regreso al hogar, el negro vuelo:
con las dos alas el avión cortaba
varas de noche para nuestro duelo.
 
Aldebarán, que nos acompañaba,
las Pléyades y el mar que las refleja
miraron una urna que volaba.
 
Al final del estambre en tu madeja
se cuajó en tu mirada nebulosa
la última uva de la noche vieja.
 
Así fue. Y al morir la dolorosa,
un ave negra le llevó al lucero
en el pico ladrón la mariposa.
 
Fue en un día tres veces agorero;
ese día de un mes, nos ha quedado
como el mejor para decir «Me muero».
 
Así fue, madre, el fin de tu bordado
como el mejor para decir «Me muero».
 
Así fue, madre, el fin de tu bordado.
De tus hijas y nietas el gemido
puso a temblar el pino abandonado.
 
En hombros te llevaba el pueblo herido,
la múltiple cabeza descubierta,
y al pasar por San Luis, tu viejo nido,
 
el mundo de tu amor salió a la puerta
y el silencio de un hijo que lloraba
metió el pinar en tu cajón de muerta.
 
Aquí conmigo estás; yo, que soñaba
viajar contigo, tengo en tu retrato
esa sonrisa que te iluminaba.
 
Y allá estarás, en el taller beato,
para vestir de blancos faldellines
a mi angelito negro y mulato,
 
para llenar de azules escarpines,
tejidos con celajes de destellos,
la canastilla de los serafines.
 
Estamos con los hijos y hasta ellos
vemos caer la luz de tu mirada,
peinando con tu nombre sus cabellos.
 
Tenemos tu sonrisa iluminada;
la voz de tu trisagio y de tu misa
le grita a mi dolor:  —¡No ha muerto nada!
 
Con bosque y mar, con huracán y brisa,
con esa misma muerte que te encierra,
de la gracia inmortal de tu sonrisa
llenos están los cielos y las tierras.
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