Existía una anciana, percudida hasta los huesos por el paso de la vida pero con el alma intacta, cuidando su cajón y sus recuerdos. Un día llegó un semi diluvio que inundó hasta la capital. Pasada el agua un intacto féretro apareció en la plaza de la ciudad, en su interior, una mujer en un plácido dormitar. Una tarde y media después, esta mujer fascinaba a un pequeño público del improvisado resguardo de damnificados con su lírica historia de cómo se salvó, por accidente, de una muerte en las profundidades de la ciudad inundada.
—Duermo ahí, en el ataúd, desde que me convertí en mujer. Una debe estar lista para cuando la muerte decida su turno—.
Sorprendió tanto a los presentes aquella anciana, mostraba una tan lúcida clarividencia que parecía tan agradable, tanto como para que los curiosos aventajados de finas casas que no logró tragarse el agua, no dudaran en llevarla consigo.
—¿Querrá llevarse el ataúd, verdad? No tengo el menor reparo en ello.
—No. Tanto dormir en el cajón para que la muerte me agarre preparada y al final lo que me agarra es la vida. Nunca más me acuesto en un ataúd, ni cuando me toque ir al cementerio. Quiero que me entierren de pie, cómo un árbol.
En esa ciudad el agua se llevó hasta el más mínimo deseo de preservación. El tan conservado cajón, la anciana ya no lo quería. El ataúd le había salvado la vida una vez y no estaba dispuesta a correr ese riesgo de nuevo.
Basado en una de las muchas historias de Eva Luna, la Eva de Isabel Allende