Alberto Cerda

La Velocidad Del Tiempo

Parpadeas y ya no eres el mismo,
el reloj corre y se te van los días
 
entre el humo de un cigarro y las mentiras
 
que nos vendieron de que todo es pa’ mañana.
 
Los niños crecen y tú ni cuenta te das,
 
el vecino sigue con su radio a todo dar,
 
y el dinero... bueno, el dinero se escurre
 
como agua entre los dedos, que es un espanto.
 
 
 
Pero si parpadeas mucho, te pierdes la magia,
 
esa que se esconde en un beso furtivo
 
o en el crujir de una risa en la calle,
 
en el calor del pan recién hecho,
 
en la mirada cansada de tu vieja
 
mientras mira la tele con ojos de siempre.
 
 
 
¿Qué tal si un día dejamos de correr?
 
¿Qué tal si en vez de seguir la corriente,
 
nos paramos, nos miramos, nos tocamos
 
sin miedo a que el tiempo nos pise los talones?
 
Vamos, mira a tu hijo haciendo un dibujo
 
con la inocencia de un ángel que no sabe de cuentas,
 
mira a tu madre que se apura,
 
pero nunca pierde su compás.
 
 
 
El tiempo ya va a pasar,
 
si nos arrastra o no,
 
que nos encuentre haciendo tonterías,
 
celebrando lo que es pequeño,
 
un café en la terraza, una broma de barrio,
 
y si no hay más, que el tiempo
 
nos lleve cantando,
 
que al final, todo lo que queda
 
es el ruido de lo que amamos.
 
 
 
Y si un día no hay vuelta,
 
pues que nos toque sin prisa,
 
pero con una carcajada de esas que hacen eco,
 
como si el mundo no fuera tan jodido,
 
sólo un poco,
 
pero al menos el sonido de la risa
 
no lo borra ni la muerte, ni el olvido.

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