Lo mató la ceguera
su búsqueda al otro lado de las estaciones
el río de La Plata, los gauchos
y toda negación de sí
como síntoma de eternidad.
Ha muerto sin barreras en su destino
perpetuo, ajeno de voluntades
molécula destinada a ser pensamiento
o un enigma en la virtud de otros.
Murió una mañana de 1917
por la inalterable fatalidad de las hechos
y una bayoneta que penetró
el costillar de la razón, la verdad
los universos donde él se repite
como una maldición en el borde de la noche.
Murió en el ´45 con la voluntad de un salmo
y la frescura del rocío
en párpados apenas visibles
que siglos atrás contemplaron el fuego en Troya;
anticipo de la pólvora y los rostros
que debemos olvidar.
Murió en Bayamo, París, Ginebra
o en cualquier ciudad donde existan letras
que recuerden su nombre
que transgredan la voz
que inmovilicen un atardecer.
Ha muerto, sin dudas
para recordarnos
que la vida es círculo, palabra de Dios,
un verso, la lluvia, el gusano y la seda,
dos cuerpos, el deseo, los vinos,
la ansiedad en el transcurso de lo cotidiano.
Lo mató la noche a sus espaldas
y los rostros del mundo
inclinándose ante él.