Nunca será posible completar el desengaño.
Nos escupieron al mundo y te mienten:
nada se incendia,
los hombres bajan de los árboles
y entran en las oficinas,
los bebés saltan de los ensueños
que las mareas humedecen en sus retinas
a la fila escolar y a izar la bandera;
nada se incendia,
la vida es puro hielo.
El operario no imagina a su novia
en un jardín con maniquíes descabezados.
El escolar quiere agarrar los números mágicos
y la tiza lo desangra con ecuaciones
y la maestra con compasión biyectiva.
El mundo no está prendido fuego.
La vida es puro hielo.
Despertar en el retorno del hilo
que rompe las lagañas con la hoja de afeitar,
con la memorización de las tablas
y con correr para pasar la tarjeta.
Basta. No quiero caminar más por estas prisiones.
Quiero gritar.
Contra tanto hijo de puta.
Contra tanto turro de uniforme o delantal
o simplemente contra el macanudo de buenos modales.
Gritar.
Basta.
Contra la malsana luz que te rompe la noche.
Gritar: todavía mi niño interior come caca y grita,
es insolente, se mea en las cenas de gala.
Mi niño que rumia en los escondites,
que mata a sus padres en los sueños.
Gritar contra el silencio.
Gritar porque el silencio es funesto,
no te ama desde las estrellas, la furia, el asco,
el silencio que aturde y puja su locura
y no besa el vacío en una danza inmóvil.
Todo duele. Todo arde.
Los monos y su renuncia histórica.
Los bebés que se hacen nenes,
los nenes que se hacen adolescentes,
los adolescentes que se hacen adultos
y no saltan, no se escapan de la línea
trazada que los lleva al geriátrico y a la tumba
en un parpadeo,
se casan o no se casan, tienen o no tienen hijos
y empiezan con ajó o ajó de lágrimas en las pestañas
porque se les fue la hora.
Quiero gritar contra los que no pueden,
astillarme con los vidrios de lo que somos,
no tener paz porque no la hay.
Quiero gritar y grito contra mí mismo.
Grito: no doy más, pero sí doy más.
Doy para gritar y estamparme en la orilla
de este desastre,
que si la vida es hielo
voy a romper el agua
para parir el fuego.