Hay poetas muertos que me dan más vida que cualquiera de los humanos,
y sus rimas me quieren más que cualquiera de vosotros.
Gracias por ahorcar mis penas
y ahogar mis males,
ahora sé que no hay cabida en el mundo
para la tristeza que no quepa en un trozo de papel.
Gracias por llegar a mí a través de personas que,
aunque hoy quizás no son nada,
en su día me lo dieron
—y fueron—
todo.
La poesía es todo eso que pasa entre lágrima y letra,
hay quien llora con los ojos cerrados y aún no lo sabe
[...]
entonces llega ella,
y ahí la partida gana en consonante.
Gracias por darme voz cuando alguien decidió
arrancarme las cuerdas vocales a golpe de mentiras,
dejándome sin nada que decir,
por enseñarme a saber elegir el camino
que acaba en rosa,
saltándome todas las espinas,
por dejarme expresar el amor y el odio en la misma página
—aunque fuera con una señal en la esquina—
por ser cura y religión en este ateísmo de vida,
transcribiéndome a la unidad más sencilla,
por darme la libertad que el resto no me dio por miedo a que se me oyera demasiado,
por la libertad de nadar en tu mar e ir dejando huellas
—en forma de versos—
para que no te olvides de mí,
por acompañarme en cada extremo,
en cada mal momento,
por luchar conmigo,
—y contra mí—
por romperme,
para luego construirme,
y, sobre todo
gracias por revivirme desde el día que te conocí,
—hacía años que no respiraba—
pero por favor,
no me dejes sola,
ahora no.