He aquí que por fin llega al verbo también el pequeño escarabajo,
tristísimo minuto,
lento rodar del día miserable,
diminuto captor de lo que nunca puede aspirar al vuelo.
Un día como alguno
se detiene la vida al borde de la arena,
como las hierbecillas sueltas que flotan en un agua no limpia,
donde a merced de la tierra
briznas que no suspiran se abandonan
a ese minuto en que el amor afluye.
El amor como un número
tan pronto es agua que sale de una boca tirada,
como es el secreto de lo verde en el oido que lo oprime,
como es la cuneta pasiva que todo lo contiene,
hasta el odio que afloja para convertirse en el sueño.
Por eso,
cuando en la mitad del camino un triste escarabajo que fue de oro
siente próximo el cielo como una inmensa bola
y, sin embargo, con sus patitas nunca pétalos
arrastra la memoria opaca con amor,
con amor al sollozo sobre lo que fue y ya no es,
arriba entre las flores altas cuyos estambres casi cosquillean el limpio azul
vaga un aroma a anteayer,
a flores derribadas,
a ese polen pisado que tiñe de amarillo constante la planta pasajera,
la caricia involuntaria,
ese pie que fue rosa, que fue espina,
que fue corola o dulce contacto de las flores.
Un viento arriba orea
otras memorias donde circula el viento,
donde estambres emergen tan altos, donde pistilos o cabellos,
donde tallos vacilan
por recibir el sol tan amarillo envío de un amor.
El suave escarabajo,
más negro que el silencio que transcurre después de alguna muerte,
pasa borrando apenas las huellas de los carros,
de los hierros violentos que fueron dientes siempre,
que fueron boca para morder el polvo.
El dulce escarabajo bajo su duro caparazón que imita a veces algún ala,
nunca pretende ser confundido con una mariposa,
pero su sangre gime
(caliente término de la memoria muerta)
encerrada en un pecho con no forma de olvido,
descendiendo a unos brazos que un diminuto mundo oscuro crean.