A veces, de repente, morirme
sin despedirme, a secas,
cerrar la puerta de un portazo,
o lenta, lentísimamemente,
mirándolos de frente, desafiante,
disfrutando su íntimo furor.
Emitir un notorio exabrupto,
ofender sus buenas maneras
con un exagerado eructo
en la cena del arzobispo,
o una sonora carcajada
en el funeral del alcalde,
con mi solemne cara de tahur.
De vez en cuando abofetearles
su irreprochable traje obscuro,
su corbata de pulcro nudo,
su exquisito perfume francés,
o su pronunciado acento
semipeninsular, semiinsular.
A veces sencillamente huir,
y dejarles días esperando,
semanas tocando a mi puerta,
ufano en mi cabaña bosqueril.