MOULIN ROUGE
—...” Y luego del interludio y sin tanto isagoge, con ustedes...¡Churumbel, la niña de los pechos de fuego!”-
Así presentaban un acto en aquél prostíbulo. Era una bailarina de cancán, baile divertido al cual se le fue sumando sensualidad después de la primera guerra mundial para la alegría de los soldados como yo.
Era un tanto ambiguo ya que los hombres quedábamos embelesados con el striptease de esta suerte de flor en plena ambrosía poseedora de soberbia belleza. Todos los hombres que íbamos a esa clase de antros, éramos gatos de tejado, claro. En lo que coincidíamos todo era en el acto de Churumbel. Ella parecía tener cierta incidencia en el deseo de los samaritanos. Todos queríamos chapuzar nuestras narices en esa suerte de entelequia danzante y sensual. Quizá, al juzgar por su rostro angelical en lugar de soltar un gemido de gozo al momento de amar a ella se le escape un vagido, no lo sé.
Luego de la pesadumbre cotidiana algunas las noches me hacía un momento para verla. Creo que de su séquito inicial, pocos escoltas quedábamos. Era una guarida peligrosa lindera al puerto. Hasta las ratas temían ingresar.
Yo no me consideraba un morboso como el resto, lo mío era más allá de lo carnal. Sabía su acto de pie a cabeza. Ingresaba disfrazada de azafata o enfermera y en los últimos segundos del mismo, se desabrochaba el sostén, lanzaba un beso al aire y guiñaba un ojo y escapaba raudamente tras bambalinas. Yo rescataba cada instante de cada final. Era lo más parecido al amor que conocí en toda mi vida.
Una noche, luego de varios vasos de bebidas espirituosas, en medio del humo, Churumbel comenzó su hipnótico acto. Al parecer una colilla comenzó a encender las cortinas de viscosa del escenario y en un santiamén, todo se incendiaba.
“Incendio mortal”, titularon los pasquines... un solo sobreviviente: YO. Recuerdo la guerra, los cuerpos carbonizados y esa noche, esa joven que tanto me gustaba... la de “los pechos de fuego”... ¿Qué ironía la vida, verdad?.
