Salí y me entretuve afuera durando días y días;
noches sin noche ni día envuelto en un manto arable
hecho de todas las estaciones
contra la inclemencia de la intimidad.
El muro en que me apoyé, teñido de los matices
de todos los musgos del tiempo, era sin color
y era el espesor y el peso del tiempo.
Un intenso enjambre de oro estallaba
dispersándose en el aire claro y volvía a ser
el centelleo palpitante de oro de sus ondas irradiadas.
Lo que tocaban los ojos,
disuelto por la mirada se tornaba invisible;
y la mirada corría con el alborozo del ímpetu liberado;
pero danzaba, no huía, regresaba a danzar,
abrazaba en la dicha lo visible
que en su transparencia no se ocultaba,
se daba a ver pero abierto y desnudo
a los ojos solos del abrazo.
Recogí del polvo unas palabras secas
(no eran éstas, ni eran otras que éstas) y les dije que sí.