Sor Juana Inés de la Cruz

Discurre con ingenuidad ingeniosa sobre la pasión de los celos. Muestra que su desorden es senda única para hallar el amor; y contradice un problema de don José Montoro, uno de los más célebres poetas de este siglo.

Si es causa amor productiva
de diversidad de afectos,
que, con producirlos todos,
se perfecciona a sí mesmo;
 
y si el uno de los más
naturales son los celos,
¿cómo, sin tenerlos, puede
el amor estar perfecto?
 
Son ellos, de que hay amor,
el signo más manifiesto,
como la humedad del agua
y como el humo del fuego.
 
No son, que dicen, de amor
bastardos hijos groseros,
sino legítimos, claros
sucesores de su imperio.
 
Son crédito y prueba suya;
pues sólo pueden dar ellos
auténticos testimonios
de que es amor verdadero.
 
Porque la fineza, que es
de ordinario el tesorero
a quien remite las pagas
amor, de sus libramientos,
 
¿cuántas veces, motivada
de otros impulsos diversos,
ejecuta por de amor
decretos del galanteo?
 
El cariño ¿cuántas veces,
por dulce entretenimiento
fingiendo quilates, crece
la mitad del justo precio?
 
¿Y cuántas más el discurso
por ostentarse discreto,
acredita por de amor
partos del entendimiento?
 
¿Cuántas veces hemos visto
disfrazada en rendimientos
a la propia conveniencia,
a la tema o al empeño?
 
Sólo los celos ignoran
fábricas de fingimientos:
que, como son locos, tienen
propiedad de verdaderos;
 
los gritos que ellos dan, son,
sin dictamen de su dueño,
no ilaciones del discurso
sino abortos del tormento;
 
como de razón carecen,
carecen del instrumento
de fingir, que aquesto sólo
es en lo irracional bueno.
 
Desbocados ejercitan
contra sí el furor violento;
y no hay quien quiera en su daño
mentir, sino en su provecho.
 
Del frenético que, fuera
de su natural acuerdo,
se despedaza, no hay quien
juzgue que finge el extremo.
 
En prueba de esta verdad
mírense cuántos ejemplos
en bibliotecas de siglos
guarda el archivo del tiempo:
 
a Dido fingió el troyano,
mintió a Arïadna Teseo,
ofendió a Minos Pasife,
y engañaba a Marte Venus;
 
Semíramis mató a Nino,
Elena deshonró al griego,
Jasón agravió a Medea,
y dejó a Olimpia Bireno;
 
Betsabé engañaba a Urías,
Dálida al caudillo hebreo,
Jael a Sísara horrible,
Judit a Holofernes fiero.
 
Éstos y otros que mostraban
tener amor sin tenerlo,
todos fingieron amor,
mas ninguno fingió celos,
 
porque aquél puede fingirse
con otro color, mas éstos
son la prueba del amor
y la prueba de sí mesmos.
 
Si ellos no tienen más padre
que el amor, luego son ellos
sus más naturales hijos
y más legítimos deudos.
 
Las demás demostraciones,
por más que finas las vemos,
pueden no mirar a amor,
sino a otros varios respectos.
 
Ellos solos se han con él
como la causa y efecto.
¿Hay celos? luego hay amor;
¿hay amor? luego habrá celos.
 
De la fiebre ardiente suya
son el delirio más cierto;
que, como están sin sentido,
publican lo más secreto.
 
El que no los siente, amando,
del indicio más pequeño,
en tranquilidad de tibio
goza bonanzas de necio:
 
que asegurarse en las dichas
solamente puede hacerlo
la villana confïanza
del propio merecimiento.
 
Bien sé que tal vez, furiosos,
suelen pasar, desatentos,
a profanar de lo amado
osadamente el respeto;
 
mas no es esto esencia suya,
sino un accidente anexo
que tal vez los acompaña
y tal vez deja de hacerlo.
 
Mas doy que siempre: aun debiera
el más soberano objeto,
por la prueba de lo fino,
perdonarles lo grosero.
 
Mas no es, vuelvo a repetir,
preciso que el pensamiento
pase a ofender del decoro
los sagrados privilegios.
 
Para tener celos basta
sólo el temor de tenerlos;
que ya está sintiendo el daño
quien está temiendo el riesgo.
 
Temer yo que haya quien quiera
festejar a quien festejo,
aspirar a mi fortuna
y solicitar mi empleo,30
 
no es ofender lo que adoro;
antes, es un alto aprecio
de pensar que deben todos
adorar lo que yo quiero.
 
Y éste es un dolor preciso,
por más que divino el dueño
asegure en confïanzas
prerrogativas de exento.
 
Decir que éste no es cuidado
que llegue a desasosiego,
podrá decirlo la boca,
mas no comprobarlo el pecho.
 
Persuadirme a que es lisonja
amar lo que yo apetezco,
aprobarme la elección
y calificar mi empleo,
 
a quien tal tiene a lisonja
nunca le falte este obsequio:
que yo juzgo que aquí sólo
son duros los lisonjeros;
 
pues sólo fuera, a poder
contenerse estos afectos
en la línea del aplauso
o en el coto del cortejo.
 
¿Pero quién con tal medida
les podrá tener el freno,
que no rompan, desbocados,
el alacrán del consejo?
 
Y aunque ellos en sí no pasen
el término de lo cuerdo,
¿quién lo podrá persuadir
a quien los mira con miedo?
 
Aplaudir lo que yo estimo,
bien puede ser sin intento
segundo; mas ¿quién podrá
tener mis temores quedos?
 
Quien tiene enemigos, suelen
decir que no tenga sueño;
pues ¿cómo ha de sosegarse
el que los tiene tan ciertos?
 
Quien en frontera enemiga
descuidado ocupa el lecho,
sólo parece que quiere
ser, del contrario, trofeo.
 
Aunque inaccesible sea
el blanco, si los flecheros
son muchos, ¿quién asegura
que alguno no tenga acierto?
 
Quien se alienta a competirme,
aun en menores empeños,
es un dogal que compone
mis ahogos de su aliento.
 
Pues ¿qué será el que pretende
excederme los afectos,
mejorarme las finezas
y aventajar los deseos,
 
quien quiere usurpar mis dichas,
quien quiere ganarme el premio,
y quien en galas del alma
quiere quedar más bien puesto,
 
quien para su exaltación
procura mi abatimiento,
y quiere comprar sus glorias
a costa de mis desprecios,
 
quien pretende, con los suyos,
deslucir mis sentimientos,
que en los desaires del alma
es el más sensible duelo?
 
Al que este dolor no llega
al más reservado seno
del alma, apueste insensibles
competencias con el hielo.
 
La confïanza ha de ser
con proporcionado medio:
que deje de ser modestia
sin pasar a ser despego.
 
El que es discreto, a quien ama
le ha de mostrar que el recelo
lo tiene en la voluntad
y no en el entendimiento.
 
Un desconfïar de sí
y un estar siempre temiendo
que podrá exceder al mío
cualquiera mérito ajeno;
 
un temer que la Fortuna
podrá, con airado ceño,
despojarme por indigno,
del favor que no merezco,
 
no sólo no ofende, antes
es el esmalte más bello
que a las joyas de lo fino
les puede dar lo discreto.
 
Y aunque algo exceda la queja,
nunca queda mal, supuesto
que es gala de lo sentido
exceder de lo modesto.
 
Lo atrevido en un celoso,
lo irracional y lo terco,
prueba es de amor que merece
la beca de su colegio.
 
Y aunque muestre que se ofende,
yo sé que por allá dentro
no le pesa a la más alta
de mirar tales extremos.
 
La más airada deidad
al celoso más grosero
le está aceptando servicios
los que riñe atrevimientos.
 
La que se queja oprimida
del natural más estrecho,
hace ostentación de amada
el que parece lamento.
 
De la triunfante hermosura
tiran el carro soberbio
el desdichado, con quejas,
y el celoso, con despechos.
 
Uno de sus sacrificios
es este dolor acerbo,
y ella, ambiciosa, no quiere
nunca tener uno menos.
 
¡Oh doctísimo Montoro,
asombro de nuestros tiempos,
injuria de los Virgilios,
afrenta de los Homeros!
 
Cuando de amor prescindiste
este inseparable afecto
—precisión que sólo pudo
formarla tu entendimiento—,
 
bien se ve que sólo fue
la empresa de tus talentos
el probar lo más difícil,
no persuadir a creerlo.
 
Al modo que aquellos que
sutilmente defendieron
que de la nieve los ampos
se visten de color negro,
 
de tu sutileza fue
airoso, galán empeño,
sofística bizarría
de tu soberano ingenio.
 
Probar lo que no es probable,
bien se ve que fue el intento
tuyo; porque lo evidente
probado se estaba ello.
 
Acudistes al partido
que hallastes más indefenso
y a la opinión desvalida
ayudaste, caballero.
 
Éste fue tu fin; y así,
debajo de este supuesto,
no es ésta ni puede ser
réplica de tu argumento,
 
sino sólo una obediencia
mandada de gusto ajeno,
cuya insinuación en mí
tiene fuerza de precepto.
 
Confieso que de mejor
gana siguiera mi genio
el extravagante rumbo
de tu no hollado sendero.
 
Pero, sobre ser difícil,
inaccesible lo has hecho;
pues el mayor imposible
fuera ir en tu seguimiento.
 
Rumbo que estrenan las alas
de tu remontado vuelo,
aun determinado al daño,
no lo intentara un despecho.
 
La opinión que yo quería
seguir, seguiste primero;
dísteme celos, y tuve
la contraria con tenerlos.
 
Con razón se reservó
tanto asunto a tanto ingenio;
que a fuerzas sólo de Atlante
fía la esfera su peso.
 
Tenla, pues, que si consigues
persuadirla al universo,
colgará el género humano
sus cadenas en tu templo.
 
No habrá quejosos de amor,
y en sus dulces prisioneros
serán las cadenas oro
y no dorados los hierros;
 
será la sospecha inútil,
estará ocioso el recelo,
desterraráse el indicio
y perderá el ser el miedo;
 
todo será dicha, todo
felicidad y contento,
todo venturas; y en fin,
pasará el mundo a ser cielo.
 
Deberánle los mortales
a tu valeroso esfuerzo
la más dulce libertad
del más duro cautiverio.
 
Mucho te deberán todos;
y yo, más que todos, debo
las discretas instrucciones
a las luces de tus versos.
 
Dalos a la estampa por que
en caracteres eternos
viva tu nombre y con él
se extienda al común provecho.

Este romance es una respuesta, casi cuarteta por cuarteta, a otro de Pérez de Montoro (1627-1694), en que el poeta español descalifica la pasión de los celos. Probablemente, sor Juana compuso este romance a petición de la condesa de Paredes, amiga del poeta español.

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