Él, que paseaba un día coronado
de flores de durazno y de cerezo,
el triste Okinamaro como un preso
a la isla de los perros fue expulsado.
Cuando volvió al palacio oscuro, herido,
lo llamaste, pero él no te miró,
y nadie, nadie lo reconoció,
mas era él mismo, él mismo destituido.
Y lo reconociste en el momento
en que lloró a tus pies y que lo viste
desfigurado, sucio, hinchado y triste,
y lloraste con él su sentimiento.