Joaquín Sabina

Flores en su entierro

(o flores en la tumba de un vasquito)

Excepto las de la imaginación
había perdido todas las batallas.
Un domingo sin fútbol nos contó,
vencido, que tiraba la toalla
y nadie lo creyó.
 
Pero, esta vez, no iba de farol;
al día siguiente se afanó una cuerda
y, en lugar de rezar una oración,
mandó el mundo a la mierda
y de “un palo borracho” se colgó.
 
Debía “luca y media” de alquiler,
dejó en herencia un verso de Neruda,
un tazón con pestañas de papel
flotando en el café
y una guitarra tísica y viuda.
 
Lo poco que tenía lo invirtió
en un hueso de lujo para el perro
y en pagar al contado la mejor
corona que encontró...
para que hubiera flores en su entierro.
 
Veinte años atrás lo conocí
en Londres, conspirando contra Franco.
Era el rey del aceite de hachís
y le excitaba más robar un banco
que el mayo de París.
 
Por Florida lo vi la última vez
con su traje anacrónico y marchito;
estudiando el menú de un cabaret
“¡Hay comida, mi plato favorito!”
gritó para joder.
 
Debía “luca y media” de alquiler,
dejó en herencia un verso de Neruda,
una lágrima de Lilí Marlen
flotando en el café
y una guitarra tísica y viuda.
 
Lo poco que tenía lo invirtió
en un hueso de lujo para el perro
y en pagar al contado la mejor
corona que encontró...
para que hubiera flores en su entierro.
 
Parece que fue ayer cuando se fue
al barrio que hay detrás de las estrellas,
la muerte, que es celosa y es mujer,
se encaprichó con él
y lo llevó a dormir siempre con ella.
Piaciuto o affrontato da...
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