Sólo temblor ardiente, encandilando
hasta el hueso orbital de la mirada,
llamarada de pronto, las paredes
fueron que me guardaban; y en el aire
sólo espiga de pájaros mi torre.
Parado al descubierto estoy, en medio
de lo que fue la calle, en arrasado
territorio de vida —ya ceniza,
ya viento, ya vacío, ya camino
sin comenzar, hacia los cuatro lados
infinitos del círculo—.
Con la sed soñolienta del minero
descenso radical, con el anfibio
lento acuático vuelo
del nadador profundo, alucinado
tras el pez de su rostro.
Y si pregunto, no sé contestarme
en qué estación de trenes, por vez última,
no te encontré; qué instante ya caduco
era para nosotros; conducida
por qué veloz ventana miras; dónde,
ya de espaldas a mí, me estás buscando,
mientras quedé de espaldas al buscarte.
Amiga, si tan sólo fuera
dormir y verte, amiga de aquel tiempo.
Venir al sitio de lo tuyo,
al terror de no hallarte, a mis entrañas;
al sospechoso tránsito sonoro
como de pasos tuyos en tu alcoba,
al olor de tu armario, a tus vestidos
muertos o tus zapatos bostezando.
Y memorias molares desfiguran
el insustituible pan celeste,
y el golpe me despierta: la implacable
cerrazón ominosa
del zaguán de salida que me abriste.
Ámbito de la cita a que no llegas;
la cita a la que acaso vas llegando
cuando ya no te espero. Hemos perdido
otra ocasión para morirnos juntos.