Rosario Castellanos

Parábola de la inconstante

Antes cuando me hablaba de mí misma, decía:
Si yo soy lo que soy
y dejo que en mi cuerpo, que en mis años
suceda ese proceso
que la semilla le permite al árbol
y la piedra a la estatua, seré la plenitud.
 
Y acaso era verdad. Una verdad.
 
Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra
a asirme a una pared como el enamorado
se ase del otro con sus juramentos.
 
Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida
en solidez de roble,
la rumorosa soledad, la sombra
hospitalaria y daba al caminante
—a su cuchillo agudo de memoria—
el testimonio fiel de mi corteza.
 
Mi actitud era a veces el reposo
y otras el arrebato,
la gracia o el furor, siempre los dos contrarios
prontos a aniquilarse
y a emerger de las ruinas del vencido.
 
Cada hora suplantaba a alguno; cada hora
me iba de algún mesón desmantelado
en el que no encontré ni una mala bujía
y en el que no me fue posible dejar nada.
 
Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos
para arrojar después, lejos de mi, el despojo.
 
Heme aquí, ya al final, y todavía
no sé qué cara le daré a la muerte.
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